El siglo XVII
español.
Debido a la imagen tópica de la decadencia española acaecida en el siglo XVII, se califica a los titulares de la corona en este periodo como los Austrias menores, frente a los dos monarcas (Carlos V y Felipe II) de la centuria precedente. Las causas del declive o declinación, como se afirmaba en la época por autores como González de Cellorigo o Saavedra Fajardo, son complejas, pues intervinieron factores económicos, demográficos, culturales, políticos y técnicos, los mismos que dieron la primacía a la monarquía española en Europa desde la llegada al trono de Carlos V, en 1516, hasta la paz de Westfalia, de 1648, casi un siglo y medio de indiscutible dominio hispánico. El siglo XVII es en toda Europa un siglo de crisis, de la que se libran Francia y Holanda, naciones en ascenso que consiguen la primacía militar, política y económica que habían disfrutado los reinos de los Habsburgo durante el siglo XVI.
Sin entrar en la profusa polémica sobre la decadencia, en nuestros días conviene recordar que los españoles de la época, desde principios del siglo XVII, percibieron una sensación de declive, motivada menos por las derrotas militares y las pérdidas territoriales, que por la transformación sufrida en Castilla durante el siglo XVI. Se añoraban los tiempos de los Reyes Católicos. De aquel reino potente, dinámico, cuyos campos y ciudades eran productivos no sólo en bienes económicos sino en una cultura capaz de imponerse a otras por su fuerza y calidad, a lo largo del quinientos se pasó a una sociedad cada vez más preocupada por el honor, la nobleza y el alejamiento del trabajo. Los súbditos eran cada vez más dependientes de una monarquía defensora del prestigio y del catolicismo, aun a costa del bienestar del reino. El imperio americano colmó de plata a España, pero acabó con su riqueza, al provocar el alza de los precios y el hundimiento de la industria, la ganadería y la agricultura. España era las Indias para los financieros y comerciantes europeos, pues la mayoría de los recursos se gastaban fuera de nuestras fronteras, en interminables contiendas. ¿Cómo restaurar la antigua abundancia de España, en palabras de Miguel Caxa de Leruela? Pensadores, políticos, hombres de letras, las Cortes, las ciudades, los Consejos, todos asisten a una permanente reflexión sobre el destino que esperaba a una sociedad gobernada por una monarquía con frentes abiertos en todo el mundo.
A la expansión del siglo XVI sucedió una actitud de defensa de las coronas amalgamadas en las sucesivas uniones dinásticas, pero que no llegaron a formar una unidad políticamente manejable. Los reiterados intentos de reforma, de unificación, de política absolutista, chocaban contra privilegios estamentales y corporativos, contra constituciones propias de cada reino. Modernidad frente a medievalismo, en el desarrollo de estructuras estatales todavía inestables, era la realidad a la que debían enfrentarse los monarcas y sus hombres de confianza, los validos, a fin de extraer los recursos necesarios para las permanentes guerras, cada vez más terribles, que asolaron este siglo de hierro. Mientras tanto, Castilla, otrora el motor del expansionismo de los Habsburgo, estaba esquilmada, despoblada, acosada por impuestos. La incesante demanda de capital para sostener la carga imperial tuvo como consecuencia que las rentas de muchas personas e instituciones dependieran cada día más de cortar el cupón de la deuda pública, los juros, en lugar de provenir de actividades productivas. Lejos de beneficiarla, el imperio y su mantenimiento esquilmaron a la Corona de Castilla. La eclosión de la crisis se produjo en los años cuarenta, con la separación de Portugal, nación unida a los destinos españoles sólo por seis décadas, la secesión de Cataluña, y al finalizar el siglo la pérdida de los territorios de los Países Bajos y los restantes situados al norte de los Pirineos. Sin embargo, en la segunda mitad del seiscientos se observa la recuperación económica y demográfica de las regiones periféricas peninsulares, preludio de los cambios del siglo XVIII. Feneció el imperio hispánico en Europa, pero España resurgiría.
Es éste el ambiente cultural del barroco, la teatralidad, las manifestaciones públicas de todo tipo de sentimientos, tanto religiosos como profanos, la búsqueda de consuelo en la sensualidad ante una realidad cada vez menos controlable. La altura de la producción artística española alcanzó cotas insuperables, en literatura, pintura, escultura, que actuaron como foco sobre el resto de Europa. Pero se afianzó la intolerancia religiosa, el tradicionalismo más inmovilista, ante las ideas renovadoras en ciencia, en política, que triunfaban en los países que iban ganando la partida de la Historia. La hegemonía española es indiscutible al iniciarse el siglo y se ha diluido cuando alcanzamos el año 1700. La investigación histórica reciente se ha ocupado con intensidad de esta época, pero nos queda todavía mucho por desvelar y analizar de aquel tiempo apasionante, no sólo de la historia de España, sino de la Historia Universal.
El reinado de Felipe III (1598-1621)
La monarquía hispánica, la más poderosa de Europa a la muerte del rey prudente, Felipe II, se encontraba en una difícil tesitura, ante las múltiples y sucesivas complicaciones que se anunciaban tanto en el interior de los reinos gobernados por la corona de España, como en la defensa de una posición hegemónica internacional. Recordemos que los dominios hispánicos incluían todos los reinos peninsulares (prolongada Cataluña al norte de los Pirineos en el Rosellón y la Cerdaña), en Italia, Nápoles, Cerdeña, Sicilia y el Milanesado, y en tierras de lengua francesa, el Franco-Condado, el Charolais, Luxemburgo, así como los Países Bajos católicos (la actual Bélgica). Pero la dimensión mundial del imperio se verificaba en las posesiones ultramarinas (las españolas y las portuguesas en América, África y Asia). Un poderoso ejército, con los tercios como elemento ofensivo más destacado, y una flota mixta de guerra y transporte en el Atlántico, junto a la pervivencia de galeras en el Mediterráneo, se apoyaban en una eficaz red de diplomáticos e informadores, que permitía mantener a la corte de Madrid el control de dominios tan dispersos, mediante el Consejo de Estado y los diversos Consejos de cada reino. Las alianzas ofensivas y defensivas con otras naciones europeas eran tan importantes como el apoyo en financieros que suministraban a la corona la ingente cantidad de dinero que era preciso emplear en las operaciones militares.
Aunque está muy extendida la imagen de Felipe III como monarca indolente, dedicado sólo a expansiones cinegéticas y a devociones piadosas, la historiografía más reciente obliga a revisar esta consideración. La documentación de la época refleja la constante intervención del rey en los asuntos del Estado, aunque en menor medida que Felipe II, que se ocupaba personalmente hasta de los temas más nimios. La reorganización que se produjo en las estructuras de gobierno durante las primeras décadas del siglo XVII parceló la acción política en instituciones sin intervención directa del rey, como es el caso de las Juntas.
Mientras la voluntad de Felipe II había sido educar a su hijo Felipe en la rigidez y la sobriedad, bajo el peso del triste recuerdo del malhadado príncipe don Carlos, las consecuencias de la presión paterna sobre el carácter bondadoso del heredero de la corona, lejos de endurecerlo, lo debilitaron. Felipe III recibió el trono siendo todavía muy joven, a la edad de veinte años, y aunque su padre había procurado que formase parte de la Junta o Consejo Privado creado en 1593 , el cambio de reinado supuso nuevas formas del gobierno. La continuidad del Consejo Privado que el rey prudente dictó en su testamento se convirtió en letra muerta, pues los políticos expertos que ayudaron a Felipe II -don Cristóbal de Moura, Rodrigo Vázquez, presidente del Consejo de Castilla, el inquisidor general y obispo de Córdoba Pedro Portocarrero, García de Loaisa, arzobispo de Toledo o el conde de Chinchón- fueron apartados inmediatamente del nuevo rey.
El valimiento del duque de Lerma
Don Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, marqués de Denia, procedente de una familia de alcurnia y gran tradición en el servicio a la corona, era a la sazón el caballerizo mayor del príncipe Felipe y su principal amigo. Felipe II le situó como virrey en Valencia desde 1596 para evitar su influencia sobre el príncipe. En el cambio de reinado, propicio a las intrigas cortesanas, regresó a la corte, donde el joven monarca descargó en él la gestión del gobierno y lo promocionó el 11 de noviembre de 1599 a un superior escalón de nobleza: el ducado de Lerma. Una lluvia de mercedes se prodiga entonces sobre la aristocracia, incluyendo nuevos títulos nobiliarios o las prestigiosas y ricas encomiendas y hábitos de las órdenes militares. El sistema de partidos o facciones políticas que se oponían entre sí, frente a la figura mediadora de Felipe II, quien tomaba finalmente las decisiones, fue sustituido a partir de ese momento por el poder omnímodo del privado o valido.
Desde los Reyes Católicos los monarcas españoles habían confiado en las capas medianas de la población, la baja nobleza y los letrados para reclutar en sus filas a quienes ocuparon posiciones decisivas en los Consejos y magistraturas civiles y eclesiásticas. Con el nuevo reinado la tradición se quiebra, ante el influjo de la alta nobleza en los asuntos de gobierno de la mano del duque de Lerma. De los políticos destacados al servicio de Felipe II sólo permanecieron el marqués de Velada, que había sido preceptor de Felipe III cuando era príncipe, y Juan de Idiáquez, hidalgo vasco experto en el Consejo de Estado. Frente a ellos, fueron promovidos a los puestos relevantes los amigos y parientes del cada vez más poderoso Lerma. Se nombró gentileshombres de la Cámara a su hijo, el conde de Lerma, a su yerno, el marqués de Sarriá, a su primo, el comendador mayor de Montesa, e incluso su consuegro el conde de Miranda accedió a la presidencia del Consejo de Castilla al fallecer el arzobispo de Toledo, García de Loaisa, que la ocupaba. Inmediatamente fue también promovido a la mitra primada de España don Bernardo de Rojas, tío del poderoso valido. El conde de Lemos, don Pedro Fernández de Castro y Andrade, yerno de Lerma, fue nombrado presidente del Consejo de Indias, virrey de Nápoles y vicepresidente del Consejo de Italia. Su hermano Juan, marqués de Villamizar, fue hecho virrey de Valencia. La posición del clan de los Sandoval se fortaleció además con numerosos enlaces matrimoniales con las principales casas nobiliarias españolas.
El matrimonio de Felipe y Margarita de Austria
Con el enlace matrimonial de Felipe III verificado el 18 de abril de 1599 -tras una boda por poderes que antes había oficiado solemnemente en Ferrara el papa Clemente VIII el 13 de noviembre de 1598-, se refuerzan los vínculos de las ramas española y austriaca de la dinastía Habsburgo. La novia, Margarita de Austria, era hija del archiduque Carlos de Habsburgo y de María de Baviera y nieta del emperador Fernando I. Lerma preparó con esmero los esponsales regios en Valencia, la ciudad de la que procedía su linaje, donde la fastuosidad de los festejos superó con creces el millón de ducados de gastos. Ostentación era sinónimo de prestigio: buena prueba de que la sobriedad y rigidez que caracterizaron la imagen de los castellanos en toda Europa tocaba a su fin. Además, al mismo tiempo contrajeron matrimonio el archiduque Alberto de Austria e Isabel Clara Eugenia, quienes iban a ocuparse del inestable gobierno de Flandes, al que se concedió autonomía, pero dependiente de la ayuda militar española.
Tras su boda en Valencia, Felipe III, mientras visitaba Zaragoza de regreso a Madrid, concedió perdón general al reino de Aragón por las alteraciones de 1591, y se devolvieron las propiedades incautadas al hijo del conde de Aranda. En ese mismo año de 1599 y durante tres meses, se reunieron las Cortes catalanas, que obtuvieron concesiones del rey muy superiores a las que habían conseguido en los últimos decenios, consolidando la Real Audiencia, fijando la visita de los funcionarios reales cada seis años y situando jueces catalanes en el tribunal inquisitorial de Barcelona. A cambio, un millón cien mil libras serían recaudadas para las arcas reales. Sin embargo, en 1602 todavía quedaban temas en litigio -la facultad de los virreyes para dictar pragmáticas, entre ellos- y no se habían impreso las constituciones de las Cortes de 1599 cuando el duque de Feria , virrey de Cataluña, arrestó a un diputado y a un oidor de la Generalitat. El incidente provocó la destitución del virrey y su relevo interino por el arzobispo de Tarragona, tras lo cual las constituciones fueron publicadas. En 1604 las Cortes valencianas votaron un servicio de 450.000 libras, cuatro veces más que cualquier otro anterior, además de otras contribuciones fuera de Cortes que aumentaban la cifra al millón. No obstante, la cuestión morisca, la piratería y el bandolerismo no quedaban resueltos.
La crisis finisecular
Pese a los derroches y la alegría manifiesta con ocasión del cambio de reinado, la situación española demostraba signos de crisis desde los años ochenta. A finales del siglo XVI, la población se encontraba estancada, repartida en cinco millones seiscientas mil personas para la corona de Castilla, un millón cien mil para la de Aragón, otro millón para Portugal y trescientos cincuenta mil habitantes para el País Vasco y Navarra. La peste bubónica arrasó la Península en 1598, entró por una ruta nueva, desde el Norte, menos preparada para evitarla que las tradicionales vías mediterráneas por las que penetraba el contagio. Medio millón de víctimas fue el resultado, pero no fue una epidemia más, como tantas otras que se extendían ante las insalubres condiciones en que se desarrollaba la vida en aquellos tiempos. La crisis se refuerza tras la caída de la producción agraria, las malas cosechas de 1593, 1594 y 1598, con la consecuencia de que el precio del trigo se duplica o incluso triplica en estos años. La producción industrial decae progresivamente, ante el alza de los precios y la insuperable competencia de los textiles y manufacturas extranjeras. El declive de las ferias castellanas de Villalón y Medina de Rioseco sólo era contrarrestado por los tratos internacionales que se mantenían en Medina del Campo, también muy disminuidos respecto a los de la primera mitad del siglo XVI.
El pensamiento económico, social y político: los
arbitristas
El cambio de reinado coincide con una etapa de florecimiento de la reflexión sobre las críticas circunstancias que aquejaban a los reinos castellanos. El peyorativo nombre de arbitristas que se extiende a los pensadores sociales y económicos de los siglos XVI y XVII no debe mantenerse hoy. Muchos de ellos expusieron ideas que fueron recogidas por autores extranjeros que cobraron fama internacional en los siglos posteriores. La creación de riqueza, mediante el trabajo y la explotación agraria, deberían fomentarse, como exponía el jurista vallisoletano Martín González de Cellorigo. La nobleza absentista debería volver a sus dominios y fomentar la labranza, como propugnaban el padre Juan de Mariana en 1599 y el médico Cristóbal Pérez de Herrera. Las ideas de este último, especialmente la desaparición de la tasa del precio del trigo, son corroboradas por Gutiérrez de los Ríos en 1600, defensor de las actividades productivas: artesanía, comercio, frente a una sociedad obsesionada por la nobleza, a la que repugnaba el trabajo, considerado como actividad desprestigiada y propia de quienes no tenía otro medio de vida más honroso. Otros agraristas o prefisiócratas, como Pedro de Valencia, reflexionaban sobre la decadencia de la producción del campo castellano.
No es extraño que Cellorigo calificase de este modo la situación:
"...No parece sino que se han querido reducir estos reinos a una república de hombres encantados que vivan fuera del orden natural..."
La crisis hacendística y el recurso a la inflación
La imparable carrera imperial mantenida a lo largo del quinientos había dejado como consecuencia la entrega de las finanzas castellanas a los asentistas extranjeros y diversas suspensiones de pagos en las que las obligaciones a corto plazo se consolidaba en deuda pública a largo plazo. Al acceder Felipe III al trono, en octubre de 1598, la hipoteca de las cuentas del reino era considerable: casi la mitad de los nueve millones setecientos mil ducados de ingresos debían dedicarse a los intereses de los juros. Las Cortes castellanas no estaban dispuestas a conceder nuevos subsidios. Lerma decide entonces acudir a la inflación con una emisión de moneda de puro cobre, en lugar del vellón de las anteriores. Empleando sólo cobre y eliminando la plata de la aleación con la que se fabricaban las nuevas monedas, el beneficio para la Hacienda sería mayor. De un marco de cobre, con un peso de 225 gramos y 68 maravedíes de costo, se obtenían monedas por un valor de 140 maravedíes, lo que significa una ganancia superior al 100 por ciento. Las Cortes protestaron, pues eran conocidas las consecuencias producidas por el aumento de la masa monetaria. Existían dobles precios, unos en moneda de vellón, para pagos en el interior de Castilla, y otros para los pagos internacionales que habían de abonarse en plata. Las Cortes aprueban en 1600, finalmente, la concesión de dieciocho millones de ducados para recaudar en seis años. Los procuradores discuten la propuesta de Luis Valle de la Cerda para crear erarios y montes de piedad que liberasen a la corona de los prestamistas genoveses. Aprobada teóricamente la medida en 1601, no llegó a prosperar. En 1602 se ordenó un resello de las monedas de vellón, aumentando su valor en un 50 por ciento, lo que produjo varios millones de ducados de beneficios a la Hacienda, hasta que se detuvo el proceso en 1607 por la queja de las Cortes.
El traslado de la corte de Madrid a Valladolid
No extraña que entre las causas para trasladar la corte de Madrid a Valladolid en 1601, se deseara dinamizar la deprimida situación de la meseta castellana, además de favorecer con ello los intereses personales del propio duque de Lerma, poseedor de señoríos en el valle del Duero. También quería el valido alejar a Felipe III de la influencia de otros nobles que no le eran fieles, así como de la emperatriz María de Austria, tía y abuela del rey, que residía en las Descalzas Reales. El influjo de Lerma llegó incluso a situar a su partidaria la marquesa del Valle como camarera mayor de la reina Margarita. No obstante, en 1606, la corte regresó a Madrid, pues Valladolid se encontraba alejada del nudo de comunicaciones que era preciso mantener para el gobierno del imperio.
La política exterior de Lerma: Pax Hispánica, paz armada
Aunque durante mucho tiempo se ha considerado a Lerma ejecutor de un programa pacifista, las últimas investigaciones demuestran la continuidad del reforzamiento bélico español en estos años, apoyado en excepcionales diplomáticos y una red de informadores y espías repartidos por las Cortes de toda Europa, que actuaban en la línea defendida por Juan Antonio Vera en su tratado El embaxador. Los ejércitos españoles, cuya base organizativa terrestre estaba en los tercios, mantuvieron su potencial, aunque disminuyeron sus efectivos durante la tregua de los Doce Años. La armada recibió un gran empuje tras 1617, que la recuperó de los desastres de las décadas finales del siglo XVI.
La paz con Inglaterra
El fracaso de la gran armada contra Inglaterra de 1588 fue seguido por nuevos ataques navales también fallidos en 1596 y 1597, que tuvieron la réplica en el ataque inglés a La Coruña y Gran Canaria en agosto de 1599, y el apoyo español al nacionalismo irlandés en 1601, como contraataque a la alianza inglesa con las rebeldes Provincias Unidas. El cambio en las tensas relaciones hispano-inglesas se produjo tras la muerte de Isabel Tudor en 1603. El escocés Jacobo I Estuardo sucesor en el trono inglés, firma la paz de Londres del 28 de agosto de 1604, gracias a la sagacidad de Juan de Tassis, del duque de Frías y del archiduque Alberto, que gobernaba los Países Bajos españoles. Incluso se planeó casar al heredero del trono inglés con una de las infantas españolas, lo que fue festejado con aparatosas fiestas en la corte vallisoletana. El conde de Gondomar, embajador en Londres durante el reinado de Jacobo I, gozó de gran influencia en la corte inglesa y contribuyó a evitar enfrentamientos con España, en especial las incursiones de los corsarios ingleses contra las flotas que transportaban la plata procedente de Perú y Nueva España.
La autonomía de los Países Bajos gobernados por los archiduques Alberto e Isabel Clara Eugenia no resolvió el conflicto con los neerlandeses. Mauricio de Nassau hostigaba desde las Provincias Unidas, Holanda y Zelanda la frontera hacia el Sur, recuperando muchas de las ciudades que habían controlado los rebeldes. La batalla de las Dunas en 1600, junto a Nieuwpoort, no dio a los holandeses la victoria esperada, como tampoco lo fue para la parte española el dilatado sitio de Ostende entre 1601 y 1604, ciudad conquistada finalmente por Ambrosio Spínola. Tras la paz de Londres, los tercios al mando de Spínola consiguen contraatacar a los rebeldes que habían contado con el apoyo inglés. El avance de las tropas españolas hacia el Norte prosiguió durante 1605 y 1606, tan sólo detenido por el motín de Diest, provocado, como tantos otros, por el impago de las tropas españolas. Tras un enfrentamiento naval hispano-holandés en las aguas de Gibraltar, se concertó un alto el fuego por ambas partes en la primavera de 1607.
La tregua de Amberes o de los Doce Años
Los enormes gastos de mantenimiento de la guerra en los Países Bajos, tanto para la parte holandesa, representada por Oldenbarneveldt, como en la de Lerma, iban a convertir en realidad la propuesta pacifista de Álamos de Barrientos de 1599, frente a opiniones belicistas como la del virrey de Milán, Pedro Enríquez de Acevedo, conde de Fuentes, militar que conocía por propia experiencia el conflicto con los rebeldes. Las condiciones negociadas con las Provincias Unidas eran que se respetase a los católicos que residieran en ellas, el desbloqueo del Escalda y de la costa en beneficio de Amberes, y extender la concordia a todos los dominios de España y Holanda, incluidas las Indias. Sin embargo, no se logró más que firmar un cese de hostilidades, la Tregua de Amberes el 9 de abril de 1609, por un período de doce años, lo que supuso de hecho el reconocimiento español de la independencia holandesa, así como la continuidad de la expansión comercial de sus ciudadanos en las Indias Occidentales y Orientales.
La cuestión morisca
La presencia de población de origen musulmán y su obligada conversión al cristianismo tras la conquista de Granada por los Reyes Católicos había supuesto numerosos conflictos a lo largo del siglo XVI. Fue el de mayor resonancia la rebelión de las Alpujarras y la consiguiente dispersión por Castilla en 1571 de los moriscos granadinos. Ya en 1582 se debatió en el Consejo de Estado la expulsión de éstos, ante la imposibilidad de acabar con una cultura y modos de vida que despertaban recelos en los cristianos viejos, así como el temor a una supuesta alianza de la población de origen musulmán con los ejércitos otomanos que desembarcarían en las costas mediterráneas. Durante años prevalecieron las posturas conciliadoras mantenidas por la Iglesia, como la del inquisidor general Niño de Guevara, o el cardenal fray Jerónimo Javierre, confesor de Felipe III, quienes abogaban por emplear un mayor esfuerzo en la evangelización y asimilación de la minoría morisca. Pero la línea dura se impuso en los debates en el Consejo de Estado, con el apoyo del propio Lerma y de la reina Margarita. La intransigencia que venía defendiendo en sus memoriales el patriarca Juan de Ribera, arzobispo de Valencia, no veía otra salida que expulsar a la minoría morisca, al igual que se hizo con los judíos un siglo atrás.
Felipe III decidió finalmente la expulsión de todos los moriscos de España mediante decreto de 9 de abril de 1609, empezando por Valencia. Gracias a la disponibilidad de barcos y tropas tras la tregua con Holanda, la operación se ejecutó cuidadosamente. Ésta finalizó en 1614, una vez resueltos algunos levantamientos, como en La Muela de Cortes y en el valle de Laguart, en La Marina Alta de Alicante. Además de la satisfacción de una victoria frente a los infieles, como contrapunto a las concesiones a los protestantes holandeses, los beneficiarios principales fueron los nobles titulares de señoríos, que podrían imponer condiciones más rígidas a quienes vinieran a ocupar las tierras que antes cultivaban los moriscos. Se calcula que más de trescientas mil personas fueron deportadas: de ellas, entre 117-130.000 procedían de Valencia, 55-70.000 de Aragón; 68-70.000 de Castilla, Andalucía y Extremadura, 13.000 de Murcia y 5.000 de las tierras catalanas del Delta del Ebro. En los embarques hacia el norte de África desde los Alfaques, el Grao de Valencia, Denia, Alicante, Sevilla, Málaga y Cartagena se vivieron escenas de las más tristes en la Historia de España. Las consecuencias económicas de la expulsión se hicieron notar negativamente, muy en especial en Valencia, que perdió un 25% de su población, y en Aragón donde el 20% eran moriscos. Cayó la producción agraria y se agudizó la presión señorial, y muchas zonas se vieron afectadas por falta de mano de obra durante decenios.
Las relaciones con
Francia
La paz de Vervins, firmada en 1598 entre la monarquía española y la francesa, no significó una ruptura de las hostilidades, pues los rebeldes holandeses recibían ayuda de Francia. Sin embargo, durante la tregua de los Doce Años se abrió un nuevo frente en el que dirimir las cuestiones del rey francés Enrique IV y el español Felipe III: Italia. Carlos Manuel I, duque de Saboya, yerno y aliado de Felipe II, cambiaría su postura en favor de Francia, país que reforzaba cada día más una posición de fuerza que le permitiese mediar en los conflictos entre los estados italianos. La paz de Lyon de 1601 dio fin al contencioso franco-saboyano por Saluzzo, que pasó a ser controlado por Carlos Manuel, pero cedió a cambio a los franceses el territorio de Bresse y Buguey. Ante las dificultades de emplear las rutas marítimas del Canal de la Mancha y el Mar del Norte, se asfixiaba con ello el camino español, una de las vías de comunicación que unía los territorios españoles del norte de Italia con el Franco Condado, imprescindible para el suministro de tropas y vituallas a los Países Bajos, limitándola al angosto paso de la Val de Chézery y el único puente de Gressim sobre el Ródano.
En 1609, Enrique IV intervino en el conflicto de sucesión de los ducados de Kleve-Jülich (o Juliers-Clèves), apoyando a los protestantes frente al emperador católico Rodolfo II, y finalmente en 1610 el francés firmó el tratado de Brouzzolo de mutua ayuda con Carlos Manuel de Saboya, quien deseaba incorporar Lombardía a sus dominios. Sin embargo, Enrique IV murió en París apuñalado por el clérigo Ravaillac el 14 de mayo de 1610, y se detuvo el ímpetu bélico francés por un tiempo. El embajador español en París, don Iñigo de Cárdenas, interviene en las negociaciones con la reina regente, María de Médicis, que en 1612 determinan que incluso el delfín de Francia, el futuro Luis XIII, contraería matrimonio con la infanta Ana Mauricia de Austria, y que Felipe, el príncipe de Asturias, lo haría con Isabel de Borbón, hija mayor de Enrique IV. Las princesas fueron intercambiadas el 9 de noviembre en la isla de los Faisanes, en el Bidasoa, con gran protocolo. El matrimonio del príncipe Felipe se verificó en el Pardo, en 1620.
La conjuración de Venecia.
Las posiciones belicistas del embajador español en Venecia, don Alonso de la Cueva, marqués de Bedmar, del gobernador de Milán, marqués de Villafranca, y del duque de Osuna, virrey de Nápoles, estimaban que se debería contrarrestar el peso de los venecianos en el Adriático, nocivo para los intereses españoles. Los venecianos entonces fabularon la conjuración de Venecia en mayo de 1618, suponiendo que Osuna iba a promover un imposible ataque contra la ciudad del Dux sin contar con la orden de Madrid, ante una fingida persecución de los españoles en aquella ciudad. El resultado fue la salida de Bedmar hacia los Países Bajos y la caída de Osuna en 1620. En aquellos incidentes intervino personalmente Francisco de Quevedo, que hubo de salir disfrazado de Venecia, mientras estaba al servicio del duque de Osuna.
Ante la previsible renovación de la guerra con Holanda, merced a los embajadores españoles en Viena, don Baltasar de Zúñiga y el conde de Oñate, se firmó en 1617 un acuerdo, por el que Felipe III reconoció a su cuñado el archiduque Fernando de Estiria como heredero del emperador Matías, obteniendo a cambio territorios en Alsacia y los enclaves de Finale-Liguria y Piombino en Italia, en busca de un reforzamiento de los pasos orientales de los Alpes para evitar el colapso de las comunicaciones con Flandes.
El cambio en la política pacifista
En 1617 se incorpora en Madrid al Consejo de Estado don Baltasar de Zúñiga, tras una larga experiencia diplomática. Su opinión de acabar con el pacifismo y emprender una política de reputación que suponía intervenir en centroeuropa frente a los protestantes se refuerza tras la defenestración de Praga, y se confirma en 1618 con la concesión de ayuda financiera y militar de España al emperador Fernando II para sofocar la revuelta de Bohemia, disputada por el elector Federico V del Palatinado. En septiembre de 1620 Ambrosio Spínola invadió el Palatinado con 17.000 veteranos y ocupó el valle del Rin, mientras las tropas imperiales y las de la Liga Católica avanzaban hacia Praga, donde los bohemios fueron derrotados en la Montaña Blanca en noviembre de 1620. La alianza entre las ramas austríaca y española de los Habsburgo tenía como fin detener la expansión de los evangélicos, aliados con Inglaterra y Dinamarca, de los rebeldes holandeses. La ofensiva española, que costó más de cuatro millones de ducados, se cierra con la ocupación de la Valtelina en 1621, en apoyo a los católicos que vivían en los cantones grisones, garantizando así la comunicación entre Italia y Flandes por la vía oriental.
El declive de Lerma
El influjo del duque de Lerma sobre Felipe III había llegado a tal punto que en 1612, mediante una Real Cédula, se confirma la delegación en favor del duque del ejercicio del poder del monarca, incluso con poder de firma. Mientras fray Pedro Maldonado intentaba defender la gestión de Lerma, Fray Juan de Santamaría criticaba en sus escritos el monopolio del poder por el valido y Mateo López Bravo apuntaba las directrices que debería seguir Felipe III en el ejercicio personal del poder. La riqueza acaparada por el duque era empleada en ostentosos palacios en sus señoríos de Lerma y Denia, su posición política se debilitaba.
Las relaciones con los reinos
Las Cortes castellanas reunidas desde enero de 1617 se negaban a cualquier concesión. Aunque los procuradores aprobaron una nueva emisión de 800.000 ducados de vellón para solventar el déficit de la Hacienda, la difícil situación que estaba atravesando el país dio lugar a que el rey Felipe, en junio de 1618, dirigiera al Consejo de Castilla y a su presidente, el arzobispo de Burgos Fernando Acevedo, una consulta para que se estudiaran las causas de la decadencia castellana que por todos era percibida.
En Cataluña, políticamente muy alejada de la corte madrileña, continuaban los problemas del bandolerismo, que no pudo atajar el virrey marqués de Almazán (1611-1615). La actuación del virrey, el duque de Alburquerque (1615-1618), contra los facinerosos vulneraba privilegios señoriales y enturbió las relaciones de las oligarquías catalanas con la corona. Un nuevo virrey, el duque de Alcalá (1618-1621), se enfrentó a la oligarquía de Barcelona en 1618 al exigirle los atrasos del pago de un quinto de los ingresos municipales. En Valencia, el virrey marqués de Caracena (1606-1615) consiguió algunos éxitos contra las bandositats, y especialmente los bandidos moriscos, mientras que en Mallorca la aristocracia local mantenía sangrientos enfrentamientos en las facciones de Canamunt y Canavall.
La sustitución del
valido: el ascenso del duque de Uceda
El poder del todopoderoso duque fue decayendo al punto de que en octubre de 1618 Felipe III decidió prescindir de él, por lo que en noviembre suscribió un decreto en el que se revocaba la delegación de la firma del rey, que había disfrutado Lerma desde 1612. Aunque el conde de Lemos, Pedro Fernández de Castro, que había sido virrey de Nápoles, intentó sucederle, el rey situó en el valimiento al propio hijo del duque de Lerma, don Cristóbal Gómez de Sandoval Rojas y La Cerda, promovido a duque de Uceda. Culminaba con éxito la oposición contra Lerma que desde el Consejo de Estado habían mostrado los preceptores del príncipe Felipe -futuro Felipe IV- don Baltasar de Zúñiga y su sobrino don Gaspar de Guzmán y Pimentel, además del confesor real e inquisidor general fray Luis de Aliaga. De no poco peso en la separación de Lerma fue la corrupción destapada de su mejor colaborador don Rodrigo Calderón, el valido del valido, quien acabó ajusticiado por sus delitos en 1621, que incluían cohecho y asesinato. Tras enviudar, el propio Lerma consiguió el capelo cardenalicio en mayo de 1618 para verse así libre de un seguro procesamiento, como satirizaba la copla popular:
"el mayor ladrón del mundo, para no morir ahorcado, se vistió de colorado".
Retirado en Valladolid, Lerma murió en 1625, tras una persecución y procesos judiciales de los que no se librarían los Sandoval y sus acólitos.
La consulta sobre la reformación del reino de 1619
El arzobispo Acevedo respondió a Felipe III el primero de febrero de 1619 exponiendo los siete medios necesarios para recuperar la posición de preeminencia que Castilla no podía mantener: una reducción de impuestos y que los otros reinos habrían de participar en igual medida que Castilla en el sostenimiento de la monarquía; el freno de las mercedes regias que agotaban la depauperada Hacienda y evitar la venalidad de los oficios públicos; disminuir la población inactiva, aquellas manos muertas que se amparaban en los cada vez más numerosos conventos, y especialmente todos los que en la corte buscaban medrar, desde los mendigos, hasta los eclesiásticos o aristócratas, que deberían volver todos ellos a sus lugares de origen; evitar los gastos suntuarios para fomentar el ahorro; incentivar la agricultura y ganadería, pero no se exponen medidas de protección de la producción industrial en la línea del mercantilismo. La famosa consulta para la conservación de Castilla sería complementada por las propuestas de arbitristas, como Pedro Fernández de Navarrete o los representantes de la escuela toledana, Eugenio de Narbona y Sancho de Moncada, defensores de la agricultura como fuente de riqueza y la dignidad de los campesinos. En la misma línea del arbitrismo agrarista se encontraban Pedro de Valencia o Lope de Deza frente al afán rentista que se extendía por toda la sociedad, además de evitar con medidas mercantilistas la entrada fraudulenta de mercancías extranjeras que arruinaban la producción nacional. Pero este esfuerzo en la reflexión contrastaba con la urgente necesidad de los pagos, y Felipe III autorizó una nueva emisión de vellón por otros 800.000 ducados en marzo de 1621, poco antes de fallecer.
El viaje de Felipe III a Portugal
Entre la primavera y otoño de 1619 Felipe III se desplazó a Lisboa para asistir a la jura del heredero, donde pudo percibir el descontento por la excesiva presencia de castellanos en los puestos de poder, especialmente el nombramiento del conde Salinas como virrey, además de los ataques que sufrían las colonias portuguesas en las Indias Occidentales, en la Costa de Oro africana y en las Indias Orientales a manos de los holandeses de las Provincias Unidas. De regreso a Madrid el rey enfermó, y no llegó plenamente a recuperar la salud hasta su fallecimiento el 31 de marzo de 1621, doliéndose en sus últimas horas de no haber ejercido la autoridad real con mayor energía.
Balance del reinado de
Felipe III
Frente a la imagen negativa transmitida por los partidarios del conde-duque sobre Lerma y la abulia de Felipe III, y recogida por no pocos historiadores, nos encontramos con un período de desarrollo de las juntas y los organismos colegiados, además de brillantes aportaciones de los arbitristas y discusiones en las Cortes, así como la ejecución de maniobras diplomáticas y militares eficaces para el mantenimiento del control en el imperio. La figura del valido, dominante en la acción política a lo largo del siglo, cobra ahora su primacía sobre la actuación directa del monarca, como había ocurrido en el siglo anterior. Además, según Tomás y Valiente, los validos suponen un ascenso de la aristocracia en las altas magistraturas para desplazar a los secretarios regios reclutados entre letrados y pequeños hidalgos.
El
reinado de Felipe IV (1621-1665)
La sucesión de Felipe III
Felipe IV recibió el trono cuando tenía sólo dieciséis años, pero desde 1615 estaba casado con Isabel de Borbón. Su carácter no era tan débil como el de su padre, y fue halagado por sus coetáneos con el título de Felipe el Grande. La sensualidad del cuarto Felipe le ha granjeado una imagen de indolente que no tuvo que ver con la realidad, ya que estaba al corriente de los asuntos de Estado. Sin embargo, al igual que su padre cuando recibió la corona, debido a su juventud estaba fuertemente influido por quien desde 1615 había sido gentilhombre de su cámara cuando era príncipe: don Gaspar de Guzmán, tercer conde de Olivares. En él delegaría el ejercicio del gobierno. Con el apoyo de su tío, Baltasar de Zúñiga, Olivares, hombre inteligente, con sólida formación y descendiente de un linaje sobrado de riqueza y servicios a la corona, convenció al rey de la necesidad de un cambio en la monarquía. Pero no alteró la práctica de rodear al monarca de personas afines, como su propia esposa Dª Inés de Zúñiga, camarera mayor de la reina Isabel y aya del príncipe Baltasar Carlos, sus cuñados, el marqués del Carpio y el conde de Monterrey, o su sobrino D. Luis de Haro.
Las Juntas
Con Olivares se prodigaron las juntas destinadas a solventar asuntos específicos y formadas por miembros de los Consejos o expertos que trataban desde temas irrelevantes (Junta del Vestir o la de Aposento), hasta otras consultivas y ejecutivas (Competencias, Alivios, Medios, Comercio, Armadas, Almirantazgo, Estado). Se crea la Junta de Reformación el 8 de abril de 1621, retomando la iniciativa de la consulta de 1619, y se articulan ambiciosas medidas contra la corrupción imperante en los últimos tiempos. En las Cortes que se abren en junio de ese mismo año continúan las discusiones regeneracionistas, con destacadas intervenciones, como la de Mateo de Lisón y Biedma, procurador por Granada, que pintó con oscuros matices la deprimida situación de los reinos castellanos, empobrecidos y despoblados. Las Cortes actuaron no sólo como órgano consultivo, sino que incluso atisbaron limitaciones al poder de la Corona, pero, tras la concesión de un nuevo subsidio en noviembre, los debates se diluyeron. En noviembre de 1621 Olivares sugiere al rey que no se otorgaran nuevas mercedes que deparasen menoscabo en la Hacienda, lo que provocó el malestar de la nobleza. En enero de 1622 se crea la Junta de Reformación de Costumbres.
Reanudación de la guerra con Holanda
Felipe IV accedió al trono pocos días antes de que expirase la Tregua de los Doce Años el 9 de abril de 1621. El 13 de julio de 1621 murió en Bruselas el Archiduque Alberto, y su viuda la Infanta Isabel Clara Eugenia pasó a ser una mera representante de Felipe IV, en lugar de mantener la autonomía gubernativa ejercida hasta entonces. La ruptura de hostilidades era previsible, no sólo por la posición belicista del Consejo de Estado, sino por los informes remitidos por el Consejo de Indias y Portugal, ante la expansión holandesa en América, África y Asia y especialmente tras la creación de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, que desafiaba el monopolio del comercio español de la Carrera de Indias. La causa de la guerra no era el protestantismo, sino los intereses económicos, los holandeses habían dado un paso en esa dirección al procesar y ejecutar a Oldenvarneveldt en 1619 por considerarlo partidario de España. Se decide el bloqueo comercial de Holanda, para lo cual es preciso financiar las operaciones militares con 1.200.000 ducados que los asentistas rechazan prestar a la Hacienda, recurriéndose al embargo de las remesas privadas de plata americana en la Casa de Contratación de Sevilla, entregándose a cambio vellón o deuda pública forzosa. Asimismo se rebajó el interés de los juros al 5 por ciento. Las reformas, ante las necesidades económicas de la monarquía, serían inviables. La Junta de Comercio, creada en 1622, y el Almirantazgo de los Países Bajos, en 1624, tienen como objetivo controlar el tráfico mercantil con los rebeldes y evitar el creciente contrabando. Desde 1621 se reforzó la flota española en Dunquerque, para bloquear las costas holandesas y atacar a sus mercantes y pesqueros.
Los capítulos de reformación
El 11 de agosto de 1622 se convoca la Junta Grande de Reformación, con todos los presidentes de los Consejos y personajes relevantes que debaten sobre el futuro del país durante dos meses a partir de la consulta de 1619. En el dictamen emitido el 20 de octubre de 1622 se sugiere reducir el número de funcionarios de la administración en dos tercios. Austeridad y medidas poblacionistas vendrían a recuperar la menguada corona de Castilla: había que acabar con la exagerada cantidad invertida en gastos suntuarios y dotes matrimoniales, impedir la emigración, incluso a Indias, eximir de tributos a los matrimonios y recargar a los solteros así como fomentar la inmigración de artesanos extranjeros de países católicos. También se discutió sobre los perjuicios de la exigencia de limpieza de sangre, para favorecer especialmente el establecimiento de los ricos mercaderes conversos afincados en Portugal. Arbitristas como Jerónimo de Ceballos secundaban la reflexión, abogando por la defensa de la industria propia frente a las manufacturas extranjeras. Otros menos conocidos, como Jorge Denín, proponían amplias reformas en la organización administrativa del Estado, defender las rutas marítimas y establecer compañías de comercio siguiendo el modelo holandés.
Los erarios
Se retoma la propuesta de la creación de un sistema bancario mediante erarios, para evitar tanto el endeudamiento externo con los asentistas, como los censos que tenían que tomar los particulares necesitados de financiación. Los erarios se nutrirían obligando a que todos entregaran un cinco por ciento de su riqueza a lo largo de cinco años, y recibirían a cambio unos intereses del 5 por ciento. El dinero se prestaría al 7 por ciento, favoreciendo con ello el crédito de agricultores y artesanos. Además, los erarios deberían situarse en las oficinas encargadas de los encabezamientos de alcabalas y tercias, aprovechando la infraestructura existente. El intento fracasó ante la desconfianza que producía dejar dinero en manos de la Hacienda real.
La comunicación con las ciudades al margen de las Cortes
El rey dependía de las reuniones periódicas de las Cortes para conseguir los subsidios de millones. Para evitar las reiteradas y agudas quejas de las ciudades, Olivares decidió dirigirse directamente a ellas sin reunir Cortes, y proponer a las oligarquías urbanas un nuevo impuesto para sufragar un ejército de 30.000 hombres durante seis años, a razón de 2.160.000 ducados al año. Tras discutir la carta del rey enviada a las dieciocho ciudades de Castilla con voto en Cortes, tan sólo cinco (Soria, Guadalajara, Madrid, Toledo y Cuenca) estaban conformes con el nuevo impuesto. Existían temores de que la desaparición de los millones acabaría con los rendimientos de los juros, la deuda pública de cuya renta tantas personas e instituciones dependían. Por ello Olivares decidió aplicar, manu militari, veintitrés de las medidas emanadas de la Gran Junta de Reformación por pragmática de 10 de febrero de 1623. Las Cortes fueron nuevamente convocadas el 13 de febrero, en la esperanza de que las ciudades serían más dóciles a la reforma.
La estancia en Madrid del príncipe de Gales
Sin embargo, la prohibición de lujos se suspende durante la estancia en Madrid de marzo a septiembre de 1623 del duque de Buckingham y el Príncipe de Gales para concluir una alianza matrimonial con la infanta María, hermana de Felipe IV, negociada por el embajador español en Londres, el conde de Gondomar. Recordemos que Jacobo I de Inglaterra era suegro de Federico V del Palatinado, quien por aceptar la corona de los protestantes rebeldes de Bohemia, había sido desposeído de sus estados por el emperador Fernando II con ayuda de España. Se esperaba la concesión de bulas pontificias para autorizar el matrimonio de un príncipe anglicano con la infanta católica, pero, debido a la oposición de Olivares, la alianza no prosperó.
Las Cortes se enfrentan a los cambios
Tras la apertura de la nueva convocatoria de Cortes castellanas en abril de 1623, los procuradores no aprueban ni la contribución para los 30.000 soldados, ni los erarios. El 4 de octubre de 1623 se vota un servicio de 60 millones de ducados, pagaderos en doce años, supeditados a que la corona financiara los erarios. Aunque durante los meses de febrero a abril de 1624 Felipe IV viajó a las principales ciudades castellanas y andaluzas para presionar el pago del subsidio, el descontento ante el considerable aumento que suponía modificó la concesión inicial. El 19 de octubre de 1624 los procuradores aprobaron finalmente un servicio de 12 millones de ducados a pagar en seis años, sobre los que se emitirían juros con un interés del 5 por ciento, además de autorizar la venta de la jurisdicción sobre 20.000 vasallos. La ratificación de las ciudades, el 30 de junio de 1625, llevaba aparejada la supresión de cargos municipales incluida en la pragmática de febrero de 1623, así como la imposibilidad de crear los erarios con los inexistentes recursos de la Hacienda real. La reforma de Olivares parecía fracasar.
El programa de Olivares
Don Gaspar de Guzmán no se arredra, y dirigió a Felipe IV el Gran Memorial el 15 de diciembre de 1624. Muchas otras cartas y memoriales, antes y después que éste, recogieron el deseo de que la monarquía española encarnada por Felipe IV, el “rey planeta” que como el Sol ilumina y deslumbra a su alrededor, ocupase el sitio preeminente que parecía reservarle el destino. Para devolver a España el esplendor de otros tiempos, se analizaba la situación general, comenzando por los tres estamentos que estructuraban la sociedad. La Iglesia podía considerarse como fuente de riqueza de la que extraer recursos con medidas desamortizadoras, empleadas ya en reinados anteriores. Los eclesiásticos, cuyo número no parecía excesivo a Olivares, servirían como cantera de la que extraer cargos políticos importantes. Los infantes habían de ser vigilados en su educación y realizar políticas matrimoniales estratégicas. La nobleza tradicional, acostumbrada a un tren de vida que la había arruinado, había de ser sustituida por una nobleza de servicios, como la que nutrió las filas de los funcionarios destacados durante los reinados del emperador Carlos y su hijo Felipe. El pueblo llano debía ser tratado con cuidado, protegiendo a los desvalidos y evitando especialmente a las oligarquías urbanas que parecían no tener freno en su poder. La justicia y administración también es revisada por Olivares, y concluye que ante el poder de la burocracia de los Consejos, Chancillerías y demás tribunales, que pugnan en inacabables conflictos de jurisdicción, debería recurrirse a la operatividad de las Juntas.
Un rey y un reino
Manteniendo una opinión cada vez más extendida, como recoge el militar don Fernando Álvarez de Toledo, Olivares propugnaba la uniformidad en el imperio conforme al patrón de las leyes castellanas, ya que la monarquía española era realmente una yuxtaposición de coronas bajo un mismo monarca, pero con diferentes gobiernos, monedas y leyes:
...Tenga Vuestra Majestad por el negocio más importante de su Monarquía el hacerse rey de España: quiero decir, Señor, que no se contente con ser rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, conde de Barcelona, sino que trabaje y piense con consejo maduro y secreto por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y Leyes de Castilla, sin ninguna diferencia en todo aquello que mira a dividir límites, puertos secos, el poder celebrar Cortes de Castilla, Aragón y Portugal en la parte que quisiere, a poder introducir Vuestra Majestad acá y allá ministros de las naciones promiscuamente... que si Vuestra Majestad lo alcanza será el príncipe más poderoso del mundo...
Homogeneizar los reinos era tarea difícil, para ello habría primero que vincular mediante matrimonios a las aristocracias regnícolas, amenazar por la fuerza o invadir militarmente con la excusa de supuestos levantamientos populares. El peso de Castilla era fundamental en la monarquía hispánica, tanto en lo cultural como en lo político, pero el rey estaba sometido a las leyes de cada corona. El rey de Francia, sin las cortapisas particularistas que impedían una acción política única, era el modelo que seguir.
El 5 de enero de 1625 Felipe IV otorgó a don Gaspar de Guzmán el título de duque de Sanlúcar la Mayor. A partir de entonces firmaría como hoy se le conoce: el Conde Duque de Sanlúcar.
La guerra en Europa: Francia interviene
Desde 1624, la guerra tomó impulso tras acceder al poder en Francia el Cardenal Richelieu, que estableció una alianza con Carlos Manuel de Saboya y Venecia para atacar tanto a Génova como a las posiciones españolas en el Milanesado. Además, se pactó el enlace matrimonial entre el rey Carlos I Estuardo de Inglaterra -que fue desairado en España cuando solicitó casarse con la infanta María- y la princesa Enriqueta María de Borbón. Mediante el Tratado de Compiègne de 1624, la coalición anti-habsburgo entre Francia, Inglaterra y Holanda se proponía apoyar a los príncipes alemanes a recuperar el Palatinado. Tras resolver los problemas internos en Bearn, Francia abandonó la postura pacifista mantenida durante la regencia, y mediante la Liga de Lyon, establecida en 1622, con Saboya y Venecia, logró expulsar en enero de 1625 a los españoles de la Valtelina, compartida hasta entonces por España y Francia conforme al acuerdo de Aranjuez.
La plata, nervio de la
guerra
El conde duque intenta promover una liga católica entre España, el Imperio Austríaco, y Baviera, pero los temores del rey Bávaro Maximiliano a enfrentarse con Holanda detienen la alianza. Ello no fue óbice para el éxito que acompañaría las operaciones militares, situando a España como potencia incontestada. Para el mantenimiento de los ejércitos y sus movimientos fue de enorme ayuda la llegada en 1624 de dos flotas con una de las remesas de plata más cuantiosas en muchos años, que compensaba las pérdidas por naufragios producidas desde 1621. Con ello se pudo sostener un ejército de más de trescientos mil soldados de a pie y a caballo y pertrechar unas milicias de medio millón de hombres. La armada contaba con más de cien barcos de guerra. Desde 1617 se habían revitalizado los astilleros, que en la década de 1620-1630 producían al año medio centenar de galeones y se recurrió al sistema de asientos con particulares en lugar de la gestión directa del ejército.
El annus mirabilis:
1625
Una potente armada hispano-portuguesa a las órdenes de don Fadrique de Toledo logra el primero de mayo expulsar a los holandeses de Bahía, que habían capturado en mayo del año anterior. Asimismo se rechaza un ataque holandés a Puerto Rico. Ambrosio Spínola sitia y rinde la plaza holandesa de Breda en junio, tras un asedio de diez meses. Génova, aliada incondicional de España, que había sido bloqueada por un ejército franco-saboyano, es liberada gracias a la flota del marqués de Santa Cruz. Las tropas del duque de Feria logran expulsar a los franceses de la Valtelina, ratificándose la paz en Italia con el Tratado de Monzón de marzo de 1626. El punto final se sitúa en el primero de noviembre con el rechazo de un ataque naval inglés a Cádiz, en busca de los galeones donde se transportaba la plata desde América, que se salda sin pérdidas para España.
La celebración del poderío español
El conde duque y España entera estaban exultantes. Se encargó a los artistas más notables que inmortalizaran las victorias en cuadros que se colocarían en el Salón de Reinos del Alcázar madrileño: Las Lanzas de Velázquez, el Socorro de Génova por el marqués de Santa Cruz, de Pereda, La recuperación de la Bahía de Brasil, por Juan Bautista Maino, La defensa de Cádiz contra la armada inglesa, de Zurbarán, La toma de Brisach, por Giuseppe Leonardo. Los triunfos se festejaron además representando las comedias El Brasil restituido de Lope de Vega y el Sitio de Breda, de Calderón de la Barca.
La Unión de Armas
Los éxitos militares incontestables animan al conde duque a retomar sus ideas absolutistas y unificadoras. El 13 de noviembre de 1625 expone su proyecto al Consejo de Estado: establecer un ejército de 140.000 soldados, cuyo mantenimiento se repartiría proporcionalmente a la riqueza de cada reino. Castilla y las Indias correrían con 44.000; Nápoles, Cataluña y Portugal tendrían a su cargo 17.000 hombres cada reino; Flandes, 12.000; Aragón, 10.000; Milán, 8.000; 6.000 serían mantenidos respectivamente por Valencia, Sicilia, y otros tantos por Baleares y Canarias a partes iguales. Se liberaría con esto a Castilla del enorme peso de los gastos militares, que estaban ahogando el principal reino del imperio. La solidaridad de la defensa era un principio defendido por arbitristas como Pedro Fernández de Navarrete, mientras que para otros, como Miguel Caxa de Leruela, el sostenimiento del imperio era nocivo para Castilla, que debería mirar hacia su interior, como China que se defendió con la muralla y procuró su riqueza sin expansiones territoriales.
Las Cortes de Aragón de 1626
La Unión de Armas despertó los recelos de los reinos de la Corona de Aragón, que exigieron al rey Felipe IV la convocatoria de Cortes en Barbastro (Aragón), Monzón (Valencia) y Lérida (Cataluña) entre enero y marzo de 1626. En las Cortes aragonesas los brazos eclesiástico y nobiliario no expresan resistencia, pero el ciudadano se opone, indicando que las estimaciones hechas para que Aragón sostuviera 10.000 soldados eran desmedidas. Continúan los debates, y el rey abandona Monzón. Sólo en junio, cuando un ejército castellano entra en Aragón, finalmente se concede el servicio solicitado, pero con una rebaja del veinte por ciento.
Cortes valencianas en
Monzón
En las de Valencia, las primeras Cortes celebradas tras la expulsión de los moriscos, se expresa la imposibilidad para reclutar o incluso sostener los seis mil hombres que le correspondían. La nobleza estaba hipotecada por deudas surgidas tras la expulsión morisca, las tierras valencianas no tenían además fronteras terrestres que defender y ya contribuían con treinta mil ducados anuales a la defensa de la costa. Mientras la Iglesia y las ciudades se avenían a contribuir, los nobles valencianos precisan del estímulo de mercedes reales (títulos nobiliarios, hábitos de órdenes militares), que coadyuvan a la concesión de 1.080.000 libras durante quince años.
Entre las medidas legislativas aprobadas por las Cortes se encuentra la compatibilidad entre comercio y nobleza, para estimular la inversión industrial, y la aspiración de la nobleza aragonesa y valenciana a integrarse en la política común ocupando puestos relevantes en los Consejos centrales de la monarquía.
Las fallidas Cortes de
Barcelona
El 26 de marzo de 1626 llegó Felipe IV a Barcelona, para proseguir las Cortes trasladadas desde Lérida, donde se discutían las reivindicaciones propias antes de hablar de cualquier concesión. Ofrecen al rey un servicio de 2.000.000 de libras, mucho menos de lo esperado, y si no son atacados se oponen a mantener ejército alguno. En caso de crearse, a su frente se debería colocar el propio monarca. Incluso la propuesta de crear una Compañía comercial de Levante con apoyo regio es menospreciada. Sin apoyos en el clero o la nobleza para forzar a las ciudades, Felipe IV y el conde duque, hartos de las discusiones de las Cortes, abandonan Barcelona el 4 de mayo sin haber obtenido nada. Cataluña quedaba como un territorio insumiso, preparándose la rebelión que estallaría en 1640.
El desorden monetario
En Castilla, en julio de 1626, se proclama la Unión de Armas, aunque sería la Hacienda la que correría con sus gastos. Solamente en Flandes, con la guerra presente, y no sin dificultades, se comprometieron a sostener los 12.000 hombres que les correspondían. Entre 1621 y 1626 se acuñaron casi veinte millones de ducados de vellón, con una ganancia para la Hacienda de trece millones, pero ello provocó que el premio o sobreprecio por la moneda de plata ascendiera del 4 por ciento de 1620 al 50 de 1626. Aunque el 8 de mayo de 1626 se ordenó detener la emisión de vellón y la flota de 1627 aportó una buena cantidad de plata americana, no se resolvía el problema inflacionista. Las operaciones militares estuvieron tranquilas en casi todos los frentes, y su reanudación auguraba nuevos recursos que impedirían cualquier medida monetaria duradera. La Hacienda era un mero instrumento manipulable para mantener el prestigio en el exterior, a costa de cualquier precio, incluso la ruina de los vasallos castellanos, que en lugar de beneficiarse del imperio, eran exprimidos por intereses cada vez más ajenos
Pese al esfuerzo del conde duque, no se podía extraer más de los debilitados reinos, y los éxitos militares, tan costosos para las finanzas, requerían nuevas aportaciones para sostener las posiciones ganadas a los enemigos. Los asentistas alemanes (Fugger, los viejos y los nuevos) y genoveses (Stratta, Spínola, Centurión) exigen cada vez más garantías para seguir prestando enormes sumas a Felipe IV. Las acuñaciones de vellón alcanzan los veinte millones de ducados entre 1621 y 26, lo que provocó la inflación en Castilla y un desorbitado premio de la plata que alcanza el 34 por ciento. El caos monetario y de la Hacienda provoca una nueva suspensión de pago el 31 de enero de 1627. En búsqueda de soluciones, se establece por pragmática de marzo de 1627 la Diputación para el consumo del vellón. Tendría su sede central en Madrid y delegaciones en nueve ciudades de Castilla. Con ayuda de los asentistas genoveses, situados al frente de las Diputaciones del vellón, se pretendía recoger el vellón, y retribuir su depósito con un 5 por ciento de interés. Tras cuatro años se reintegraría a los impositores el 80 por ciento de lo entregado, pero no en mala moneda, sino en plata. Los conversos portugueses comienzan a introducirse en el sistema de asientos.
La enfermedad de Felipe
IV
A la mala situación financiera se suman una mala cosecha y la imparable subida de los precios. El rey Felipe enferma en el verano de 1627, pero se recupera a principios de septiembre. Esta circunstancia le hace reflexionar y tomar desde entonces un mayor interés por los asuntos del reino, que estaban descargados en el conde duque. Desde entonces la actividad del monarca en la revisión de informes y la redacción de documentos nos recuerda la de su predecesor Felipe II. Por otra parte, el partido de los descontentos con el conde duque aumenta, y tiene en sus filas a los infantes don Carlos y don Fernando. El 17 de septiembre se establece el Medio General con los genoveses para resolver la suspensión de pagos producida en enero. La deuda flotante se consolidaría en juros cuyo principal quedaría reducido conforme al premio de la plata -establecido en el 34 por ciento- con un interés al cinco por ciento. Pero la astucia del conde duque dictaba que los juros se situaran en los servicios de Cortes, esto es, que se pagarían con la depreciada en moneda de vellón. Los genoveses no admiten semejante merma en sus intereses por lo que dejaron de prestar a la corona española. Serían sustituidos de inmediato por los denominados marranos, judíos portugueses de grandes fortunas.
1628: la crisis
financiera se agudiza
Las Cortes castellanas acceden a otorgar un nuevo servicio, por dieciocho millones de ducados, y se suspenden los servicios anteriores. El 7 de agosto de 1628 queda reducido a la mitad el valor nominal del vellón que circulaba por Castilla, la masa monetaria disminuye en más de 14 millones de ducados. La esperanza de la llegada de una nueva flota de Indias con la plata que resolvería la urgente necesidad de dinero, se diluye al conocerse en diciembre de 1628 el desastre naval de Matanzas, con la pérdida de tesoro de Nueva España por el ataque victorioso del holandés Piet Heyn, ocurrido el 8 de septiembre. La consecuencia inmediata fue el secuestro de la plata de particulares de 1629, por más de un millón de ducados, hecho que agudizó la recesión. Olivares recurrió a los prestamistas portugueses convenciéndoles para que adelantaran dinero a la corona a un 15 por ciento de interés, en lugar del 24-30 habitual en el momento. Venta de hidalguías, jurisdicciones y cargos municipales ayudaron a aportar otros ingresos a la corona.
La guerra, nuevamente
La intervención española contra las siete Provincias Unidas desde 1624 pretendía establecer un bloqueo en sus puertos y en las rutas fluviales. En 1627 el emperador Fernando II logra derrotar a Cristian IV de Dinamarca y se abre así la posibilidad de obtener nuevas bases en la ruta del Báltico, para obstaculizar la navegación de las naves holandesas. Pese a sitiar Stralsund desde julio de 1628, el general Wallenstein no consiguió tomar la ciudad, al tiempo que Segismundo III de Polonia apenas hace frente a los ejércitos suecos. Las tropas imperiales no pueden controlar la Frisia oriental, posición idónea desde donde atacar por la espalda a Holanda. Aunque se había producido un acercamiento entre Francia y España con motivo de la intervención de Inglaterra apoyando a los protestantes hugonotes en La Rochelle, la postura natural de Francia era la de oponerse a su vecino del sur.
La sucesión de Mantua y
Montferrato
En el teatro de operaciones italiano se moverían de nuevo las piezas de la estrategia que enfrentaba a las potencias española y francesa. Al morir el duque de Mantua Vicezo II Gonzaga, se abría la sucesión en Mantua y Montferrato, que recaía en un vasallo francés, el duque de Nevers. El conde duque ordenó al gobernador de Milán, don Gonzalo Córdoba, gobernador de Milán, que pusiera sitio al Casale de Montferrato, que en manos francesas ponía en grave riesgo a los intereses hispanos en el norte de Italia. Sin contar con la ayuda del emperador, el sitio del Casale se dilata. Tras la caída de La Rochela en octubre de 1628, Richelieu puede enviar un ejército en apoyo de Nevers, que derrota al duque de Saboya, aliado entonces de España, obligando a las tropas españolas a retirarse de Montferrato. Desde marzo de 1629 un ejército francés se sitúa en Mantua, y se envía desde Madrid a Ambrosio Spínola para hacerse cargo de la situación desde septiembre. Los enfrentamientos entre españoles y franceses se suceden, cambiando de manos Casale varias veces. Tras el fallecimiento de Spínola el 25 de septiembre de 1630, le sucede en el mando el marqués de Santa Cruz, que es vencido por los franceses, y debe abandonar Montferrato en octubre de 1630. Finalmente mediante los tratados de Ratisbona (13 de octubre de 1630) y Cherasco (abril-junio de 1631) se resolvió diplomáticamente admitiendo los derechos hereditarios del duque de Nevers y reforzando la posición francesa, mientras que los intereses españoles no habían avanzado, su reputación había quedado tocada y se habían malgastado recursos distrayéndolos del frente holandés.
Holanda contraataca
Tras el éxito de la captura de la flota de la Nueva España en la bahía de Matanzas en 1628, las Provincias Unidas emprendieron la contraofensiva con un ejército de 128.000 hombres mandado por Federico Enrique de Nassau, que logró conquistar la plaza de Bois-le-Duc/‘S Hertogenbosch. En el invierno de 1629-30 los holandeses rompieron el bloqueo fluvial y lograron expulsar a las guarniciones españolas de Wesel, en el noroeste de Alemania. En marzo de 1630 las naves holandesas invadieron Olinda y Recife, en Pernambuco, y retomaron posiciones en Brasil, sin que las defensas hispánicas pudieran oponérseles. El apoyo que Olivares esperaba del emperador en el enfrentamiento con las Provincias Unidas no logró los éxitos esperados.
La fase sueca de la guerra de los Treinta Años
Gustavo Adolfo II de Suecia declaró la guerra al emperador Fernando II en 1630. Desembarcó en Usedom, en defensa de la causa protestante y de sus intereses en el Báltico. Sin embargo, los tradicionales enemigos del emperador, los electores de Sajonia y Brandemburgo, no se aliaron con el sueco hasta después de producirse la conquista y saqueo de Magdeburgo en 1631 por los ejércitos imperiales a las órdenes de Tilly y Pappenheim. Gustavo Adolfo vence en la batalla de Breitenfels en septiembre de 1631, hecho que inicia el declive de la causa imperial y católica. En 1632 el ejército sueco penetra en Baviera, derrota en Rain a Tilly y saquea el reino, incluida Munich. En la batalla de Lützen (noviembre de 1632) los protestantes logran superar a las tropas imperiales de Wallenstein, pero le cuesta la vida al rey Gustavo Adolfo.
Entre 1629 y 1632 se sucedieron malas cosechas por la sequía y hambrunas en Castilla, junto a una reconversión del cultivo del trigo por la vid, coyuntura en la que el arbitrismo defensor de un desarrollo armónico de la agricultura y la ganadería alcanzaría brillantez con la obra de Caxa de Leruela. También la peste asolaría el litoral mediterráneo entre 1628 y 1631. Felipe IV ordenó a los Consejos el 2 de noviembre de 1629 que estudiaran la manera de aumentar los ingresos. Para compensar la creciente demanda de los gastos militares no quedaba sino establecer nuevos impuestos, como el papel sellado, la media annata del primer año de todos los cargos eclesiásticos, o el cinco por ciento de todos los ingresos procedentes de mercedes y encomiendas de órdenes militares. También se rebajó el interés de los juros de un 5 a un 4 por ciento, y se establecieron los estancos de la sal y el tabaco. Esta medida afectaba a toda la población, sin que los hidalgos ni los eclesiásticos quedaran exentos, lo que provocaría enfrentamientos con la Santa Sede. Incluso la aristocracia se vio sometida por la corona a cuantiosas peticiones de donativos para reclutar soldados.
Los motines por el
estanco de la sal
Tampoco se escaparían de pagar la nueva contribución de la sal las provincias vascas. El ataque a sus fueros provocó el tumulto contra las oligarquías en la Junta General celebrada en Guernica el 24 de septiembre de 1631. El descontento del pueblo alcanzó cotas preocupantes en octubre de 1632 contra los recaudadores de rentas reales. Los grupos dirigentes, enriquecidos con el comercio o la construcción y negocio naval eran favorables a las tesis realistas. Una vez sofocada la revuelta en la primavera de 1633, con la intervención del corregidor del señorío de Vizcaya y del duque de Ciudad Real, se concedió un perdón general y se suprimió el estanco de la sal, para evitar males mayores.
Nuevas Cortes de
Castilla en 1632
Con motivo del juramento de Baltasar Carlos como príncipe de Asturias, se convocaron Cortes en Madrid el 7 de febrero de 1632. Olivares necesitaba una renovación de los millones y un donativo para sostener 12.000 soldados. Para evitar resistencias, se otorgaron máximos poderes a los representantes y se les presionó para que votaran sin tener que consultar a las oligarquías urbanas de sus respectivas ciudades. Las tradicionales mercedes y dádivas regias a los procuradores ayudaban a ganarse las voluntades díscolas. La situación de Castilla continuaba muy mal, pero las exigencias del conde duque para sostener los ejércitos en el exterior no admitían demoras. Pese a explicarse que “quedaron los pueblos más para ser aliviados de trabajos que para acudir al socorro de otros reinos”, se otorgaron dos millones y medio de ducados en seis años, impuestos sobre el azúcar, el papel, el pescado, el chocolate y el tabaco.
El cardenal infante en
Cataluña
En Cataluña se convocaron nuevamente Cortes en 1632, tras haber sido nombrado virrey el cardenal infante don Fernando. Un conflicto enfrentó al cardenal infante con los consellers de Barcelona, que decían tener el privilegio de poder mantenerse cubiertos en presencia del rey o de su representante. Amparándose como acostumbraban en la legislación propia, los representantes en las Cortes catalanas entorpecían cualquier tipo de negociación que fuera en la dirección pretendida por la corona de otorgar subsidios. Las relaciones entre Barcelona y la corte eran cada vez más tirantes, pues las Cortes no lograban concluir sus reuniones. Finalmente, en la primavera de 1635, Jerònim Navel, conseller en cap, negoció la concesión de 40.000 libras. El inicio de la guerra con Francia en mayo de 1635 podía ser una oportunidad para introducir el ejército en Cataluña.
La evolución de los dominios españoles
Desde finales de 1631 Richelieu presionaba al duque de Lorena para expulsar a los españoles de las posiciones que defendían la ruta desde Milán hacia los Países Bajos. Los holandeses iniciaron una campaña que concluyó con la toma de Maastricht en agosto de 1632, y la situación puso a la archiduquesa Isabel Clara Eugenia en disposición de convocar estados generales para negociar la paz con Holanda. Sin embargo, desde Madrid se decidió contraatacar con un ejército procedente del Palatinado, que detuvo a los holandeses. La escuadra española con base en Dunquerque asestó importantes golpes a los navíos de las Provincias Unidas.
El cardenal infante en
los Países Bajos y Alemania
Tras el fallecimiento del duque de Feria en Munich el 11 de febrero de 1634, Olivares convenció a Felipe IV para enviar a su hermano, el cardenal infante don Fernando, como gobernador de los Países Bajos al frente de un ejército que permitiría recuperar Alsacia y liberar la ruta en el valle del Rin, además de proteger el Franco-Condado. Costeada la campaña del cardenal infante con las rentas eclesiásticas de la diócesis toledana y de las abadías portuguesas de Thomar y Crato, no faltaron ventas de hidalguías, jurisdicciones señoriales y cargos municipales. La victoria de Nördlingen el 5 y 6 de septiembre de 1634 mereció la pena, al ser derrotados los suecos y sus aliados protestantes, ya que los católicos retomaron la iniciativa perdida tras la muerte de Wallenstein. La firma de una tregua por cuarenta años en la Paz de Praga de 1635 por el emperador Fernando II con el elector de Sajonia y el de Brandemburgo, además de la mayoría de los príncipes protestantes, no supuso sino un breve paréntesis en la guerra.
La guerra con Francia
El 19 de mayo de 1635 Francia declaró la guerra a España, lo que suponía un paso más en los enfrentamientos que se venían produciendo en Lorena y en tierras italianas desde hacía tiempo. Por otra parte supondría un recalentamiento de hostilidades en la guerra de los Treinta Años, iniciándose el período franco-sueco, que duraría hasta el final de la contienda en 1648. Para España las primeras repercusiones fueron las conocidas para allegar fondos con los que sostener los ejércitos: confiscación de las remesas de plata americana, incautación de la mitad de las rentas de los juros, exigencias de donativos a los municipios e incluso la restauración para la nobleza de la obligación de levar y mantener mesnadas.
Guerra de propaganda
El enfrentamiento entre España y Francia desde 1635 supuso también un duelo personal entre Olivares y Richelieu, al que se sumaron los publicistas de ambas partes al efecto de conseguir ganarse a la opinión pública. Por parte española, el flamenco Cornelio Jansen publicó Mars gallicus, o el propio Francisco de Quevedo en escritos como la Hora de Todos. Richelieu era criticado como un nuevo Maquiavelo, más deseoso del engrandecimiento de Francia que de la defensa de la fe católica, pues consentía aliarse con los protestantes holandeses, alemanes y suecos. Céspedes y Meneses, Guillén de la Carrera y José Pellicer se sumaron a las críticas contra Francia y su política.
El enfrentamiento en el
norte
La alianza franco-holandesa supuso en 1635-6 una presión para los ejércitos que mandaba el cardenal infante, que se inició con la derrota de las tropas españolas del príncipe Tomás de Saboya en Avennes el 30 de mayo. Pero éste contraatacó en julio de 1636, llegando hasta Corbie, a ochenta km de París. Sin embargo, el año de 1637 significó un avance francés en Picardía, Luxemburgo y el Franco-Condado, así como la expulsión de los españoles de la Valtelina (tratado de Milán de 1637). Federico Enrique de Nassau, al frente del ejército holandés, reconquistó Breda el 10 de octubre de 1637. En 1638 el mariscal Chatillon asedió Saint Omer, pero fue rechazado por el príncipe de Saboya. Sin embargo, Luis XIII y el propio Richelieu se apoderan de Chatelet, en Picardía. El 17 de diciembre de 1638 las tropas protestantes de Bernardo de Sajonia-Weismar conquistaron Breisach, estratégica fortaleza junto al Rin que defendía la comunicación entre Milán y los Países Bajos. El camino quedaba ahora interrumpido y la ayuda militar a las tropas españolas desde Italia sería imposible. La ofensiva sueca en Alemania restó apoyo imperial a los tercios españoles, que no consiguieron recuperar esta plaza. El conde duque decidió entonces ofrecer apoyo a Flandes por vía marítima. Sin embargo, la flota que transportaba tropas de refresco hacia Dunquerque, enviada al mando del almirante Antonio de Oquendo, sucumbió en la batalla de las Dunas en octubre de 1639, ante la armada holandesa dirigida por Tromp. Entre 1639 y 1640 siguen las hostilidades en Artois, y en agosto de 1640 cae Arrás, su capital. Al morir en abril de 1641 el cardenal infante don Fernando, el declive del poderío español era incontenible.
La ofensiva francesa
hacia el sur
El 27 de septiembre de 1637 fracasó un intento español de invadir Francia desde Cataluña con la derrota en Leucata. Richelieu determinó entonces intervenir en un nuevo frente: los reinos peninsulares españoles, ordenando al príncipe de Condé cruzar el Bidasoa y poner sitio a Fuenterrabía desde el primero de julio de 1638. La derrota de la armada francesa que apoyaba esta acción en Guetaria, el 22 de agosto de 1638, tuvo como continuación la ofensiva del marqués de Mortara, Francisco de Orozco, al frente de seis mil hombres que liberaron Fuenterrabía el 7 de septiembre y expulsaron a los franceses. La agitación que vivieron las tierras vascas poco tiempo atrás con motivo del impuesto sobre la sal habían dado paso a un sentimiento patriótico de defensa frente a los invasores. Sin embargo, en junio de 1639, los franceses al mando del duque de Halluin invadieron el Rosellón y se apoderaron de Opol y Salces. Una fuerza española al mando de Orozco, del virrey de Cataluña, conde de Santa Coloma y de Felipe Spínola, marqués de los Balbases, sitió Salces desde septiembre de 1639. Aunque en noviembre el general francés Condé intentó ayudar a los sitiados, que mandaba Monsieur d’Espenan, fue rechazado, y éste hubo de rendirse y abandonar la plaza el 6 de enero de 1640.
El inicio de la rebelión
portuguesa
La falta de representación de Portugal en la política de la monarquía hispánica, reflejada además en las estancias prácticamente nulas de los monarcas en el reino (Felipe III sólo estuvo cuatro meses en 1619, con motivo de la jura del heredero, futuro Felipe IV), no hace sino acumular resentimiento. Mientras se nombraba a castellanos en altos puestos de la administración lusa, los portugueses eran considerados extranjeros en Castilla. La defensa de los intereses coloniales portugueses en Brasil y en Asia, ante los ataques holandeses, no parecía despertar gran interés en la corte madrileña. Una expedición naval para expulsar a los holandeses de Brasil en 1638 fracasó. Sin embargo, la guerra exterior en Europa exigía una mayor contribución portuguesa. Para ello, en 1631 el conde duque nombró a Diego Soares secretario de Estado de Portugal, y a Miguel de Vasconcellos en la administración real en Lisboa. Para vencer la esperada resistencia a nuevas imposiciones, en 1634 se eligió enviar como virreina a una persona estrechamente vinculada a la familia real, Margarita de Saboya, la duquesa viuda de Mantua, y nieta de Felipe II. El nombramiento resultó nefasto, pues la virreina descargó toda la actividad política en el binomio Soares-Vasconcellos. Le acompañaba el marqués de la Puebla, primo de Olivares. El objetivo propuesto era la puesta en marcha de la Unión de Armas mediante una mayor exacción en las rentas portuguesas, por importe de 500.000 cruzados, obviando cualquier reunión de las Cortes. Sin embargo, el intento de recaudar los nuevos impuestos hizo estallar la revuelta en Évora en el verano de 1637, que se extendió al Alentejo, Algarve y Ribatejo, que hubo de ser sofocada por los tercios enviados desde Badajoz.
Cataluña de la guerra
exterior a la secesión
Tras el estallido de la guerra con Francia en 1635, el conde duque intentó forzar en 1637 la participación de tropas catalanas en la campaña de Leucata, para ello reclutó 6.000 soldados, a lo que se opusieron argumentando el principio Princeps Namque, esto es, que el propio rey estuviera al frente del ejército. En 1638 se produjo un serio incidente al detectar el marqués de Santa Coloma que la propia Generalitat incumplía la prohibición del comercio con Francia, pues mantenía en unos almacenes de Mataró mercancías de contrabando procedentes del país enemigo. La oposición catalana a enviar tropas a socorrer Fuenterrabía, amparándose en sus constituciones que impedían luchar fuera de sus fronteras, determinó que Olivares planificara el ataque a Francia desde tierras del Principado. Se reclutó un ejército de súbditos catalanes, que participaron, junto a otros soldados procedentes de Castilla e Italia, en la campaña de Salces en 1639. Pero la estancia de tropas externas en el Principado invernando entre 1639-40 dio lugar a numerosos excesos de los soldados en los pueblos que fueron obligados a darles alojamiento. Los campesinos catalanes no estaban dispuestos a tolerar el allanamiento de los Nous Vectigals, las leyes que limitaban a aspectos muy concretos el mantenimiento de los soldados por la población. El malestar se agudizaba por la expansión de la peste que asolaba las tierras catalanas.
Estalla el conflicto: el
Corpus de Sangre de 1640
Los incidentes entre la población y las tropas en Vilafranca del Penedès a fines de 1637 y en Palafrugell en julio de 1638 fueron el preámbulo de una escalada de enfrentamientos por los excesos de los soldados, muchos de ellos mercenarios, que permanecían en Cataluña a las órdenes del marqués de los Balbases, en el invierno y primavera de 1640.
Tras los sucesos ocurridos en Gerona y la Selva, la escalada se agravó a principios de mayo en Santa Coloma de Farners y Riudarenas. Cuando Francesc de Tamarit y otros diputats expresaron sus quejas al virrey por la estancia y comportamiento de los ejércitos reales fueron arrestados. El 12 de mayo Tamarit, junto a los diputados y miembros del Consell de Cent que habían sido encarcelados, fue liberado por una manifestación popular. La revuelta estalló cuando bandas armadas irrumpieron en Barcelona aprovechando la tradicional contratación de segadores el día del Corpus Christi y en los incidentes murió el virrey, marqués de Santa Coloma, con lo que se inició la denominada guerra dels Segadors, que prendió en Lérida, Gerona, Tortosa y otras poblaciones. Desde Madrid, con la opinión favorable del cardenal don Gaspar de Borja, presidente del Consejo de Aragón, se decidió nombrar virrey al duque de Cardona , que intentó sofocar el alzamiento, aunque carecía de apoyos. Cardona falleció el 22 de julio de ese mismo año de 1640, mientras intentaba recuperar la disciplina en Perpiñán. Se estableció entonces una asamblea o Junta de Brazos a partir de los representados en las Cortes, a cuyo frente se situó el canónigo de Urgel Pau Clarís, diputado por el brazo eclesiástico.
La invasión de Cataluña
El 31 de julio de 1640 el conde duque, tras haber fracasado en el acercamiento pacífico a los catalanes, y temiendo que se aliaran, como así hicieron, con los enemigos franceses, decidió la invasión de Cataluña. Para ello se nombró a don Pedro Fajardo Zúñiga y Requesens, marqués de los Vélez, virrey del Principado y comandante del ejército que se encaminaba a sofocar la rebelión. Para levantar dichas tropas se recurrió a métodos medievales, como la convocatoria de milicias urbanas, de los caballeros de las órdenes militares, así como que los nobles acudieran con sus vasallos armados. Al mismo tiempo se convocaban Cortes en Aragón y se anunciaba el viaje del propio Felipe IV. Tortosa fue recuperada rápidamente por el ejército de los Vélez, y se puso asedio a Tarragona. Tras fallar el apoyo que pidieron los catalanes a los otros reinos de la corona de Aragón, Francesc de Vilaplana en nombre de la Junta de Brazos se dirigió a Luis XIII para solicitar ayuda militar. El rey francés desplazó una división de infantes y caballería a las órdenes de Espenan, que se enfrentó con éxito a las tropas españolas en el Rosellón, al mando de Juan de Garay. Posteriormente, Espenan colaboraría en la defensa de Tarragona, sitiada por los realistas, pero hubo de capitular y retirarse en diciembre de 1640. Tras haberse proclamado la Junta de Brazos el 16 de enero de 1641 república independiente, el 26 Garay y los Vélez intentaron tomar Barcelona, en la batalla de Montjuich, pero el intento resultó imposible. Se produjeron numerosas bajas ante la resistencia de los rebeldes dirigidos por Tamarit, con apoyo de tropas francesas bajo el mando de D’Aubigny. El extremismo de los miembros de la Junta de Brazos y del Consejo de Ciento determinaba nombrar conde de Barcelona a Luis XIII y éstos se ponían bajo su protección. Este desenlace hace pensar que la revuelta catalana no implicó a la nobleza ni a las oligarquías urbanas, que se vieron desposeídas en la nueva situación política. Se produjo el relevo de los Veléz, que dio paso como comandante del ejército realista al italiano Fadrique Colonna, virrey de Valencia.
Cataluña sometida a
Francia
Se estableció una administración francesa a partir de los virreyes nombrados desde París. La alta nobleza, fiel a Felipe IV, se exilió, y la mitad de los señoríos catalanes fueron concedidos a los partidarios de Francia. Las operaciones militares fueron complicadas y costosas, se produjeron avances y retrocesos y no faltaron asedios, diversas batallas navales, así como la intervención de corsarios mallorquines contra los rebeldes y sus aliados franceses. El conflicto se dilató y supuso la pérdida para la monarquía española de los territorios catalanes al norte de los Pirineos tras la caída de Perpiñán en septiembre de 1642. En mayo de ese mismo año de 1642 la ofensiva francesa al mando del conde La Motte había logrado capturar Monzón y Lérida. La Motte defendió la plaza leridana victoriosamente ante el ataque de las tropas del marqués de Leganés en octubre de ese año. Sin embargo, en 1643-44 se invirtió la situación, cuando creció además el número de los desafectos al poder francés. Lérida volvió al poder de Felipe IV, ciudad donde el propio monarca, y en lengua catalana, juró defender sus constituciones.
Portugal independiente
La secesión tenía sus orígenes en la divergencia de los intereses portugueses y españoles, especialmente en las colonias. Las defensas hispano-portuguesas no pudieron evitar el establecimiento de los holandeses en Pernambuco, al tiempo que los súbditos de uno y otro reino competían en América. Los españoles se quejaban también por la invasión que Portugal hacía desde Brasil hacia territorios que no les correspondía. Mientras aumentaba el descontento por la administración enviada desde Madrid, se consolidaba en Portugal el peso político del duque de Braganza. Aunque Olivares, siguiendo las sugerencias de Vasconcellos, intentara alejar al duque de Lisboa, no lo consiguió, ni ofreciéndole el virreinato de Milán, ni poniéndolo al frente de las tropas portuguesas que se ordenó reclutar con motivo de la rebelión catalana. Un levantamiento se organizó el primero de diciembre de 1640 por Juan Pinto Ribeiro, mayordomo de los duques de Braganza, a la vez que Vasconcellos era depuesto y asesinado. Tuvo notable influencia el apoyo de un clero nacionalista que recelaba de la influencia que en la corte madrileña estaban alcanzando los prestamistas judíos portugueses desde 1627. Mientras se proclamó a Juan IV rey de Portugal, en la corte madrileña no salían del estupor al conocer que se había perdido un reino entero en un solo día, y se carecía de efectivos militares para intentar cualquier reacción. La intervención del conde de Monterrey en 1641 al frente de un ejército que intentaba recuperar los reinos lusos se saldó con una derrota y la apertura de una dilatada guerra en la frontera que se prolongaría durante decenios. La conspiración encabezada por el arzobispo de Braga para asesinar a Juan IV y reponer la soberanía española en 1641 también fracasó, como otra que en 1646 protagonizó Domingo Leite.
Portugal en el contexto
internacional
Interesadas en el surgimiento de un nuevo frente que debilitase el poderío español, Francia (tratado de 25 de marzo de 1641) e Inglaterra (tratado alianza de 22 de enero de 1642) apoyaron la independencia portuguesa, e incluso prometieron ayuda contra Felipe IV Dinamarca y Suecia (29 de julio de 1641). Holanda, que negoció una tregua por diez años con Portugal firmada el 12 de junio de 1641, no obstante continuaba hostigando los intereses lusos en ultramar. Una ofensiva portuguesa desde 1648 llevó a la recuperación de Luanda, en Angola, y Recife, en Brasil, que estaban bajo el control holandés. Sin embargo, Portugal perdió casi todas sus posiciones en Asia, Malaca en 1641 y Ceilán en 1656, además de Ceuta, que permaneció bajo soberanía española.
La conspiración andaluza
de Medina Sidonia
Existía una notable descontento por la situación de guerra y el precio que había que pagar por ella. No resulta extraño entonces que el propio rey encontrase una mañana de diciembre de 1639 unos versos satíricos bajo su servilleta atribuidos a Francisco de Quevedo, quien resultaría encarcelado a causa del incidente.
En septiembre de 1641 el duque de Medina Sidonia hubo de retractarse ante Felipe IV de un intento de coronarse rey de Andalucía y las Indias con ayuda del marqués de Ayamonte y de los portugueses, tomando como ejemplo a su cuñado el duque de Braganza. La conspiración afectó al conde duque, al estar tramada por parientes suyos. Los sediciosos fueron desposeídos de sus señoríos y Ayamonte fue ejecutado en 1648. Castilla, Aragón, Valencia y Navarra permanecieron fieles a la corona de Felipe IV, pero sin cesar en sus reivindicaciones en la línea de controlar en mayor medida la actuación del rey y de sus ministros. No hay que olvidar que en estas fechas existe una tendencia antiabsolutista que se refleja en hechos como la revolución inglesa que costó la vida a Jacobo I, o la rebelión de la Fronda contra Luis XIV.
La intervención personal
del rey y la caída del conde duque
Los frentes de guerra abiertos, sin solución, hicieron que Felipe IV tomara la decisión de apartar a Olivares del valimiento y tomar por sí mismo las riendas del poder. Desde 1642 todos los años el monarca acudía en persona a supervisar la guerra en Aragón, como ya lo hacía el rey de Francia en la parte que le tocaba. La esperanza de un cambio de posición en París tras la muerte de Richelieu en diciembre de 1642 abrigaba alguna esperanza. Sin embargo, las operaciones en Cataluña eran todavía infructuosas y la jornada de Aragón de 1642 no logró la recuperación de Lérida. A finales de 1642 se proclamó una deflación para reducir el desorbitado premio de la plata, situado en el 200 por cien, medida que añadió malestar a una situación política cada vez más insostenible para Olivares. El 17 de enero de 1643 don Gaspar de Guzmán, tras haber solicitado permiso a Felipe IV para retirarse de la corte, fue relevado de sus obligaciones. No había pasado un mes desde su abandono del poder, cuando se publicó un Memorial redactado por don Andrés de Mena, en el que se criticaba la acción política del conde duque. Éste no tardó en reaccionar, con la difusión de El Nicandro, donde no faltaban las críticas a la nobleza y al propio monarca. Don Gaspar de Guzmán permaneció fuera de la política y residió en Loeches y Toro, donde falleció el 22 de julio de 1645.
Cambios en los puestos
de poder
Con la salida de Olivares se produjeron algunas sustituciones en las altas magistraturas, como la del inquisidor general y el presidente del Consejo de Castilla, don Diego de Castejón, además del protonotario de Aragón, Jerónimo de Villanueva, que acabaría procesado por la Inquisición. Sin embargo, la condesa de Olivares y el hijo bastardo del conde duque, Enrique Felípez de Guzmán, marqués de Mairena, permanecieron en sus cargos palaciegos, además de otros personajes como José González, indispensable en el Consejo de Hacienda. Los cambios políticos no lo fueron tanto, ya que muchos de los que ascendían en su posición eran parientes de Olivares o habían gozado con él de puestos relevantes. En las intrigas cortesanas que coadyuvaron a la caída del conde duque tuvieron no poco peso los condes de Monterrey y Castrillo. De este último era sobrino don Luis Méndez de Haro, quien alcanzaría la posición de valido durante dieciocho años. Sin embargo, no tuvo el poder que había disfrutado Olivares, pues tras la caída de éste la intervención directa de Felipe IV en los asuntos de gobierno fue intensa. El monarca fue estimulado por las recomendaciones de la que fue su mentora, sor María de Ágreda, que mantuvo una intensa correspondencia con Felipe IV.
El programa de la madre Ágreda, compartido por otros influyentes personajes como Juan de Palafox, obispo de Osma, o el jesuita aragonés Baltasar Gracián, intentaba superar los principales conflictos del momento y era un contrapunto a las prácticas ejercidas por el conde duque:
- primero, no ceder el poder a ningún privado;
- segundo, mantener la paz con los príncipes cristianos, especialmente con Francia;
- tercero, respetar la autonomía de los distintos reinos que conformaban la monarquía;
El problema de la
sucesión en el trono
La tristeza y el luto que empañaban a la real familia se prolongaba desde hacía años, tras haber caído el cardenal infante don Fernando en 1641, y la propia reina Isabel de Borbón en 1644. Tras la muerte en Linz el 13 de mayo de 1646 de la emperatriz María de Austria, hermana de Felipe IV, el día 9 de octubre sufrió el monarca la desaparición del príncipe de Asturias Baltasar Carlos, que sólo contaba con diecisiete años de edad, mientras se encontraba en Zaragoza al efecto de que las Cortes le tomaran juramento como heredero. Del matrimonio formado por el rey Felipe y la reina Isabel nacieron un varón y seis mujeres, de los que entonces sólo sobrevivía María Teresa. Don Juan José de Austria, aunque había sido reconocido oficialmente en 1642 por su padre Felipe el Grande, no podía acceder al trono, pues era hijo natural que nació como fruto de los amores regios con María Calderón, la Calderona, actriz que había cautivado con su fama en las comedias la atención del monarca. La Inquisición cobra fuerza de nuevo, como si se desease purgar con penitencia la brillantez de la vida cortesana hasta aquellos años. Ante la falta de un heredero, el propio Felipe IV decidió contraer nupcias con la que estaba destinada a ser la esposa del desaparecido Baltasar Carlos, doña Mariana de Austria. La prometida era sobrina del monarca español, pues era hija del emperador Fernando III y de la hermana de Felipe IV, doña María de Austria. Una consanguinidad tan próxima, añadida a los sucesivos enlaces entre parientes directos, práctica tradicional de los Habsburgo, hacía previsible anormalidades en sus descendientes, como así ocurriría. Tras aprobarse en abril de 1647 las capitulaciones negociadas con Viena, el 7 de octubre de 1649 se celebró el matrimonio real en Navalcarnero, cerca de Madrid.
La renovación del valimiento: don Luis Méndez de Haro
El rey Felipe no dejó ya de actuar personalmente en el ejercicio del gobierno, tras haber expresado esta idea en el decreto del relevo de Olivares:
"...Con esta ocasión me ha parecido advertir al Consejo que la falta de tan buen ministro no la ha de suplir otro sino yo mismo, pues los aprietos en que nos hallamos piden toda mi persona para su remedio..."
Sin embargo, aunque otras figuras como el duque de Medina de las Torres iban alcanzando posiciones de influencia en la corte madrileña, a mediados de 1643 don Luis Méndez de Haro se estaba convirtiendo de hecho en un nuevo valido, pues tenía amistad con el monarca desde la infancia y su discreción y sagacidad le granjearon la confianza de Felipe IV en la toma de decisiones políticas. El ascenso supuso que la acumulación de cargos en manos de Haro fuera similar a la de Olivares, cuando en 1647 se le entregaron las llaves del Despacho Universal, y podía reunir en su casa la Junta de Estado. A finales de la década de los cincuenta llega a ostentar el título de Primer ministro, posición que ocupó hasta su muerte en 1661.
La paz de Westfalia. Fin
de la guerra con Holanda
Las tropas imperiales ceden cada vez más terreno en la Guerra de los Treinta Años. En 1642 fracasó en un ataque naval holandés a Chile. Llegaría el 18 de mayo de 1643 la amarga derrota de Rocroi, plaza fronteriza en las Ardenas, cuando los tercios españoles encabezados por el gobernador de Flandes Francisco de Melo fueron humillados y sufrieron 14.000 bajas entre muertos y heridos, por el joven general francés duque de Enghien, posterior príncipe de Condé. Desde entonces continuó el retroceso de los ejércitos españoles, ante la presión francesa, reforzada por una nueva alianza con Holanda firmada en marzo de 1644. En 1646 los franceses tomaron Dunquerque, base de las fuerzas navales españolas. Las operaciones militares continuaron con los triunfos franceses y suecos hasta la Paz de Westfalia, firmada el 30 de enero de 1648 en Münster, que puso fin a la Guerra de los Treinta Años. En las negociaciones, iniciadas en Hamburgo en 1641 y posteriormente en Münster y Osnabrück, participaron Diego Saavedra Fajardo, el conde de Peñaranda, fray José de Bergaño y el flamenco Antonio Brun. La hegemonía española y la de los Habsburgo ha dado el relevo a la de nuevas naciones en expansión, especialmente Francia, Suecia y los Países Bajos. España reconoció la soberanía de los holandeses y se establecieron condiciones comerciales que garantizaban el comercio mutuo. Sin embargo, el enfrentamiento continuó hasta 1668 con Francia, en los frentes belga, catalán e italiano.
Revueltas menores en los
reinos: el sur de Italia
El clima bélico que imponía el pago de impuestos y obligaciones cada vez más onerosas a los súbditos fue el caldo de cultivo de diversas revueltas que se sucedieron a lo largo de 1646-1648. En el territorio italiano se añadía además la presión francesa por desestabilizar las posesiones españolas para abrir nuevos frentes en la guerra que se mantenía desde 1635. Las crisis agrarias coinciden con los momentos álgidos de los conflictos, en los que se destapan además tensiones con afanes reformistas, como ocurrió en el motín capitaneado por el calderero Alisio en Sicilia en 1646, que dio a los levantados el control de Palermo, aunque no de Mesina, ciudades rivales. Las concesiones del virrey marqués de los Vélez y la anulación de los impuestos lograron devolver la estabilidad a la isla. En Nápoles el establecimiento de un nuevo impuesto sobre la fruta ordenado en enero de 1647 por el virrey don Rodrigo Ponce de León, duque de Arcos, motivó el estallido de la algarada popular. La revuelta se inició el 7 de julio de 1647, y a su frente se situó el pescador Tommaso Aniello (Masaniello), que acorraló al duque de Arcos en Castilnuovo, y llegó a ser nombrado el 14 de julio capitán general por el virrey. Sin embargo, sus excesos y tiranía dieron lugar a que sus propios partidarios lo asesinaran el 16 de julio. Sin embargo, los rebeldes nombraron nuevos caudillos (el príncipe de Massa, marqués de Toralto; el herrero Gennaro Annesse), y recibieron ayuda francesa. Intervino entonces don Juan José de Austria al frente de una escuadra que arriba a Nápoles el primero de octubre de 1647, iniciándose el contraataque para devolver el orden previo a la revuelta. Le sucedió como virrey el conde de Oñate, que logró vencer a los insumisos, así como en abril de 1648 apresar a Enrique de Lorena, duque de Guisa, comandante de las tropas francesas que habían acudido en su apoyo. El precio pagado para mantener estos reinos bajo la monarquía hispánica fue la suspensión de las exigencias tributarias, y el reforzamiento del poder de la nobleza señorial, que se mantuvo fiel a Felipe IV, pero se evitaba con ello la expansión francesa en el Mediterráneo.
Nueva suspensión de
pagos el primero de octubre de 1647 y el Medio de 1648
La guerra continúa, y con ella el fuego que abrasa cuanto dinero se recaude o se tome a préstamo. El déficit de más de diez millones de ducados hace tomar la decisión a D. Luis de Haro de suspender los pagos de todas las consignaciones pendientes contraídas por la corona desde el 31 de enero de 1627 (fecha de la anterior quiebra de la Hacienda) y el primero de octubre de 1647. Sólo cuatro financieros genoveses, Centurione, Pallavicino, Juan Estaban Imvrea y Lelio Imvrea, fueron excluidos de la medida para que pudieran seguir apoyando a Felipe IV. Los conversos marranos portugueses despertaban cada vez más sospechas, especialmente al haber desaparecido de la escena política el conde duque, su protector, y tras la firma de la paz con Holanda, que permitía el comercio sin la intermediación de los judíos de Amsterdam.
El Medio General de 1648 supuso una revisión de todas los asientos y concesiones otorgadas hasta el momento, con lo que se ahorrarían más de quince millones de ducados. Los más afectados fueron los conversos portugueses, sobre los que recaían cada vez más sospechas desde la secesión que dio el trono de Portugal a Juan IV en 1640.
Nuevas Cortes y
conflictos en Valencia, Aragón y Navarra
Las Cortes castellanas, reunidas en Madrid en 1646-47, intentaron obtener del rey un mayor peso político de la representación ciudadana, a cambio del voto decisivo para la concesión de los subsidios. La conclusión de las concesiones de las Cortes aragonesas y valencianas de 1626, además de la jura del heredero, el príncipe Baltasar Carlos, fueron las causas de una nueva convocatoria de los representantes en ambos reinos de la corona de Aragón.
En 1645 las Cortes valencianas votaron la concesión de 1.200 soldados durante seis años. Introdujeron con la Junta de Leva y la Junta del servicio un sistema que aseguraba la continuidad de reclutamientos y subsidios sin tener que convocar nuevas Cortes. Para vigilar la observancia de las leyes propias se estableció también la Junta de Contrafueros, separada de las anteriores, lo que vaciaba en la práctica la capacidad política de las Cortes para enfrentarse al monarca. Al año siguiente, el virrey, conde de Oropesa, hubo de intervenir en las luchas oligárquicas que se produjeron en Valencia y suprimió el sistema de insaculación aplicado desde 1633 a los cargos municipales. Se devolvió en la primavera de 1648 el sistema de insaculación, cuando el sosiego regresó a las relaciones entre los grupos urbanos que aspiraban al gobierno de la ciudad.
Aragón no había presentado oposición a la política del gobierno central, salvo los disturbios de 1643 con motivo del alojamiento de una compañía valona en Zaragoza. Las Cortes convocadas en 1646 aprobaron sostener dos mil hombres durante cuatro años. Se intentó resolver algunos problemas, como el planteado por los inmigrantes franceses, y se crearon nuevas plazas de consejeros de capa y espada en la Audiencia y en el Consejo de Aragón, que mejoraban la posición de la baja nobleza. En agosto de ese turbulento año de 1648, en Aragón, fue descubierta una conspiración por la que se nombraría rey al duque de Híjar, con apoyo francés, pero fracasó, como ocurrió también con el intento secesionista en Navarra a cargo del capitán Miguel de Iturbide.
Las alteraciones
andaluzas
La entrada de una nueva epidemia de peste durante 1649-1650 y las malas cosechas de 1648 y 1650-51 agravaron la permanente situación de indefensión que aquejaba a la población más desfavorecida, acosada además por la fiscalidad de guerra. En este ambiente se produjeron las alteraciones andaluzas entre 1647 y 1652, dirigidas contra las autoridades locales, la nobleza señorial, el propio rey y sus ministros, exigiendo la rebaja de la moneda de vellón y la supresión del servicio de millones. No contaron con personajes capaces de liderar movimientos extensos. Estos disturbios afectaron a poblaciones concretas: Lucena, Ardales, Espejo, Luque (1647) Granada (1648), Córdoba (1652), pero no se generalizaron, pese a su virulencia -por ejemplo, en Sevilla se produjeron más de cien muertos en 1652-. Revueltas de subsistencia y antifiscales se prodigaron durante toda la década de los años cincuenta por toda la Península, muchas de ellas promovidas por clérigos, enojados por la pérdida de su exención tributaria.
Cataluña regresa a la
monarquía
La peste de 1650 debilitó notablemente al Principado. A mediados de 1651, un ejército mandado por D. Juan José de Austria aprovechó la inestabilidad producida por la Fronda en tierras francesas (entre 1648 y 1653). Barcelona fue sitiada por tierra y mar y se rindió el 9 de octubre de 1652. Francia siguió conservando el Rosellón y la Cerdaña, pero las tierras al sur de los Pirineos habían vuelto sumisas a su señor tradicional, el rey Felipe IV. El período bajo dominio francés no había sido tan benévolo como se esperaba. El hambre, la epidemia y los efectos de la guerra devastaron Cataluña, y tras la rendición, el perdón real se concedió el 3 de enero de 1653. No obstante prometer la defensa de las constituciones catalanas, Felipe IV se reservó el derecho de vetar las autoridades locales elegidas, para evitar que Barcelona cayera de nuevo en manos de políticos temerarios. Asimismo se exigió la contribución con medio millón de libras anuales mientras durase la contienda con Francia.
La guerra prosigue
(1648-1656)
Resultó especialmente grave la derrota que el ejército francés a las órdenes del príncipe de Condé infligió el 20 de agosto de 1648, cerca de Lens, a las tropas austro-españolas del archiduque Leopoldo de Austria, hermano del emperador, que había sido nombrado gobernador de los Países Bajos. Pero la extensión de la Fronda desde París a toda Francia permitió en 1649 el contraataque de Leopoldo, e incluso el paso a las tropas imperiales de militares franceses, como el vizconde Turena, enfrentado al hombre poderoso de Francia, el cardenal Mazarino. Tras haberse recuperado posiciones en Italia desde 1650 frente a Luis XIV, se preparaba otro annus mirabilis, 1652, con la suerte favorable a España. El archiduque Leopoldo recuperó Dunquerque. Otro tanto hizo el marqués de Caracena, gobernador de Milán, con Casale de Montferrato, en manos francesas desde 1628, y la culminación fue la rendición de Barcelona por Juan José de Austria.
Otra defección francesa, la de Condé, permitió en 1653 arrebatar las plazas de Gravelinas, Dunquerque y la emblemática Rocroi a los ejércitos de Luis XIV. Pero Turena, de nuevo fiel al rey de Francia, consiguió en 1655 anular los avances españoles. En Italia, las tropas de los Habsburgo tuvieron un sonoro éxito en Pavía. Desde Madrid fue encomendado el gobierno de los Países Bajos a don Juan José de Austria, y junto con Condé derrotó seriamente a los franceses en Valenciennes en julio de 1656, determinante para que París solicitase el cese de las hostilidades. El embajador francés Lionne presentó en Madrid la propuesta de una alianza matrimonial de Luis XIV con la infanta María Teresa, hija de Felipe IV, pero entonces no fue posible. Al no tener otra descendencia por el momento, el rey de España no deseaba que su única hija pudiera transmitir a un esposo francés sus derechos de sucesión al trono.
Fin de la guerra con
Francia: la intervención inglesa y la Paz de los Pirineos
Desde su surgimiento en 1649, el régimen revolucionario inglés de Cromwell fue tentado por España y Francia para adherirse a sus respectivos intereses. En marzo de 1657 se decidió el apoyo inglés a Luis XIV. Las intenciones inglesas eran ya conocidas al haber hostigado a las flotas españolas en el Caribe, conquistando Jamaica en 1655. En septiembre de 1656 las naves de Blake capturaron frente a Cádiz la nave capitana de la flota de Tierra Firme, y éste obtuvo un botín en plata de más de dos millones de pesos. En la primavera siguiente la flota de Nueva España fue acosada en Tenerife y finalmente destruida el 30 de abril por las naves inglesas. Las tropas anglo-francesas se apoderaron en el verano de 1657 de Montmédy, Bourgbourg, Saint Venant y Mardyck. En la primavera siguiente el propio Rey sol acudió al asedio de Dunquerque, bloqueada además por una escuadra inglesa. Pese a los refuerzos enviados por España a las órdenes de don Juan José de Austria, de Condé y del duque de York, hijo del depuesto Jacobo I Estuardo, la derrota sufrida en Las Dunas junio de 1658 repitió las tristes horas vividas en 1600 por el archiduque Alberto a manos de Mauricio de Nassau. Dunquerque capituló, seguida de otras plazas próximas. En Madrid, Felipe IV y don Luis de Haro comprendieron que era tiempo de detener la guerra. Además, el alumbramiento en noviembre de 1657 de un hijo varón por la reina Mariana de Austria, el príncipe Felipe Próspero, evitaba el espinoso problema de la sucesión, que había impedido la alianza matrimonial entre la infanta María Teresa y Luis XIV. La paz fue negociada inicialmente en Lyon desde noviembre de 1658. Por fin el embajador español don Antonio Pimentel consiguió la tregua desde el 8 de mayo de 1659.
El tratado de los
Pirineos
Las reuniones celebradas en la isla de los Faisanes, en la frontera hispano-francesa, por los máximos representantes del gobierno en ambos reinos, el cardenal Mazarino y don Luis de Haro, se dilataron entre agosto y noviembre de 1659. Pero el asunto de la delimitación de las fronteras alargó las negociaciones en Ceret y Llivia hasta noviembre de 1660.
Aunque quedó concertado el matrimonio del rey francés con la infanta española, las condiciones pactadas en el tratado eran muy onerosas para la monarquía española, que se vio desmembrada de amplios territorios. En primer lugar, la renuncia a los derechos sucesorios de la futura reina María Teresa de Austria había de ser compensada a Luis XIV con una dote de medio millón de escudos. Francia consiguió el condado de Artois, excepto las bailías de Aire y Saint Omer y el lugar de Renti. En Flandes, Gravelinas, Bourgbourg y Saint Venant. En el Mainaut, Philippeville, le Qusnoy y Mariemburg; en Luxemburgo, Thionville. Rocroi volvía a Francia, aunque se devolvía a Felipe IV la soberanía en Charolais, en el Franco-Condado. Dunquerque y Mardyck permanecerían en manos inglesas. En la frontera sur, los franceses abandonaban algunas plazas en Cataluña, pero obtenían el domino del Rosellón, el Conflent y parte de la Cerdaña. Los ejércitos españoles se retiraban de Mónaco y Módena.
Se consintió franquear el comercio de los productos franceses, que habían estado vetados tanto en España como en las Indias. En contrapartida, París dejaría de prestar apoyo a Portugal e Inglaterra, que mantenían respectivamente la guerra con España. El príncipe Condé fue rehabilitado en Francia. También colaborarían franceses y españoles en el cese de las hostilidades en el norte de Europa, en torno al mar Báltico.
El reconocimiento de
Portugal independiente
El frente abierto en el Portugal independiente durante casi veinte años era de menor interés estratégico ante la presión francesa en Cataluña. En lugar de grandes operaciones puntuales se producían constantes escaramuzas que afectaban a las poblaciones a uno y otro lado de la raya. Tras el asedio portugués de Badajoz en 1657, se incrementaron las hostilidades. En enero de 1659, el propio valido don Luis de Haro dirigió la ofensiva sitiando Elvás, pero sin éxito. La paz con Francia permitió allegar nuevos recursos militares. Pero la falta de apoyo francés a la causa lusa originó un mayor estrechamiento de las relaciones entre Portugal e Inglaterra. Tras la restauración monárquica en Londres, con Carlos II, no sólo se renovó la alianza firmada con Cromwell, sino que se negoció el matrimonio con la infanta portuguesa doña Catalina. En mayo de 1662 don Juan José de Austria, procedente de los Países Bajos, inició una ofensiva con un ejército de 20.000 hombres, en la que logró apoderarse de Évora a mediados de 1663. Sin embargo fue derrotado el 8 de junio en Ameixal, por los portugueses capitaneados por el conde de Villaflor y el mariscal Schomberg. El marqués de Caracena retomó la iniciativa española con nuevas tropas y sitió Villaviciosa, pero sucumbió el 17 de junio de 1665 ante Schomberg y el marqués de Marialva. Hubo de fallecer Felipe IV para que la reina gobernadora Mariana de Austria reconociera el 13 de febrero de 1668 la independencia de Portugal.
Nuevas crisis monetarias
Pese a que en julio de 1652 se decretó una nueva suspensión de pagos, los múltiples frentes de la guerra devoraban todos los recursos de la economía. Las Cortes castellanas de 1656 otorgaron un servicio extraordinario que fue ampliamente criticado (en Andalucía, Galicia, La Rioja). Pero las necesidades imponían el recurso a los arbitrios: ventas de oficios públicos; un nuevo servicio de 600.000 escudos de vellón (1661); un tercer uno por ciento (1661) y un cuarto uno por ciento (1664), estos últimos impuestos para satisfacer la deuda que tenía la corona con sus deudores tras la suspensión de pagos de 1662 y el Medio General de 1664. En 1662 se acudió a emitir nuevamente moneda de vellón con liga de plata, pero con un valor facial muy superior al intrínseco. La ofensiva contra Portugal justificaba los donativos exigidos a Cataluña y Aragón para soldados y defensa de fortificaciones.
La sucesión de Felipe IV
A la desazón que provocó en Felipe IV la desaparición del príncipe heredero, Felipe Próspero, el primero de noviembre de 1661, se unió la muerte de don Luis de Haro, el 17 de noviembre de 1661. Una semana después, la reina Mariana de Austria dio a luz otro varón: el futuro Carlos II. Era el último vástago de seis hijos, de los que sólo sobrevivía la mayor, Margarita, nacida el 12 de julio de 1651, que fue esposa del emperador Leopoldo I. Los restantes fallecieron a poco de nacer o siendo muy niños. Felipe IV no designó nuevo valido, sino que confió los cargos que acumulaba don Luis de Haro en el cardenal Sandoval, el conde de Castrillo, presidente del Consejo de Castilla, y el duque de Medina de las Torres. El confesor de Mariana, el jesuita austriaco Juan Everardo Nithard, reforzaba su influjo sobre la joven reina. Enfermo desde 1658 a consecuencia de una cacería, el rey Felipe quedó paralítico del lado derecho y aquejado de uremia. El disgusto por la derrota de Villaviciosa (16 de junio de 1665) le provocó un agravamiento de su salud. Falleció el 16 de septiembre de 1665.
El reinado de Carlos II (1661-1700)
La minoría de edad:
regencia de Mariana de Austria
De frágil salud y con limitaciones intelectuales y físicas, Carlos II heredó a los cuatro años unos reinos todavía muy extensos, pese a las pérdidas de las guerras acaecidas a lo largo del siglo XVII. La naturaleza enfermiza del rey y su falta de sucesión, pese a varios matrimonios, pusieron los dominios de España en el objetivo de Francia y otras naciones. El sobrenombre de el Hechizado por el que se conoce a Carlos II es consecuencia de las frecuentes crisis psicológicas que padeció, especialmente ataques de melancolía que se intentaban exorcizar por medios espirituales. Aunque a efectos didácticos el reinado se ha dividido en dos etapas, la regencia de Mariana de Austria (1665-1675) y la mayoría de edad de Carlos II (1675-1700), la minusvalía del rey dejó en manos ajenas cualquier decisión política a lo largo de su vida, a pesar de sus buenas intenciones. Este periodo histórico ha sido considerado durante muchos años como la culminación de la decadencia de los Austrias menores. Sin embargo, las investigaciones más recientes están revelando claros síntomas de recuperación en la economía y en la demografía, que servirían de bases al desarrollo del siglo XVIII.
La Junta de Gobierno
Felipe IV, como ya hiciera Felipe II, quiso imponer en su testamento la continuidad de la gestión, mediante una Junta de Gobierno, presidida por la reina regente y formada por los presidentes de los Consejos de Castilla y Aragón, un representante de la grandeza, un consejero de Estado, el arzobispo de Toledo y el inquisidor general, además del secretario del Despacho Universal. La exclusión de figuras de peso en la Junta, como D. Juan José de Austria y al duque de Medina de las Torres, frente al reforzamiento de la posición de Nithard, hacía previsible la pugna por el poder. El confesor real, apoyado por la reina gobernadora Mariana, se incorporó el 10 de enero de 1666 a la Junta de Gobierno, tras ser nombrado inquisidor general y miembro del Consejo de Estado. En los tres años de su mandato intentó reformas fiscales y tuvo serios fracasos en política exterior. Aunque se autorizó la incorporación de D. Juan José de Austria al Consejo de Estado en junio de 1667, su oposición a Nithard le mantuvo lejos del gobierno, encabezando un partido al que apoyaban la aristocracia y las ciudades.
La Guerra de Devolución
con Francia
En mayo de 1667 Luis XIV, tras una campaña de propaganda reivindicando la entrega del medio millón de escudos de dote que le debía España por su matrimonio con María Teresa de Austria, decidió cobrarse la deuda en especie. Aprovechando el clima de tensión entre Nithard y Juan José de Austria, sin que se hubiera firmado una alianza entre las ramas española y alemana de los Habsburgo, el monarca francés dio la orden de invadir los Países Bajos españoles. Sin apenas oposición, las tropas dirigidas por Turena consiguieron Charleroi, Alost, Lille, Courtrai, Tournai, y otras ciudades. El fácil avance hizo recelar a Holanda, Suecia e Inglaterra del expansionismo francés, que se unieron en la Triple Alianza y solicitaron a París que el contencioso se resolviera de forma negociada, mientras Luis XIV se aliaba con Portugal (todavía en guerra con España), para obtener mayor presión. Las exigencias francesas incluían la entrega del Franco-Condado, lo que resultaba inaceptable para España. Adoptando una política de hechos consumados, Luis XIV ordenó a Condé invadir el Franco-Condado en febrero de 1668, mientras que secretamente pactaba con el emperador Leopoldo I de Austria repartirse los dominios de Carlos II si éste fallecía sin descendencia. El 28 de ese mes en España se firmaba el Tratado de Madrid que reconocía la independencia portuguesa. Las negociaciones concluyeron con la Paz de Aquisgrán (2 de mayo de 1668), por la que Francia conservaba las plazas incorporadas en Flandes, pero devolvía al monarca español el Franco-Condado, aunque la defensa de este territorio sería tan difícil que un nuevo conflicto era previsible.
La presión fiscal continúa
La firma de la paz con Francia y Portugal podía ser el preludio de un alivio en las exigencias impositivas de la corona, pese a la derogación del servicio de quiebra de millones en Castilla el 10 de diciembre de 1668. Sin embargo, estuvo precedida de un donativo forzoso a la nobleza, repetición de una exigencia similar el año 1667. La Iglesia se vio también obligada a pagar los millones acrecentados, por Breve Apostólico de 12 de septiembre, perdiendo la exención que gozaba de no contribuir.
Nithard abandona la corte
El 31 de octubre de 1668 Nithard propuso la expulsión de los judíos de Orán, aunque no se ejecutó la medida hasta mayo de 1669. Don Juan José de Austria hubo de refugiarse en Cataluña en octubre de 1668 para evitar una orden de detención emanada de la Junta de Gobierno, al descubrirse sus intenciones de hacerse con el poder. En enero de 1669 se dirigió a Madrid escoltado por 400 soldados, al objeto de forzar la salida de Nithard. En febrero la reina Mariana destituyó al antiguo confesor real. El 4 de abril, Nithard fue destinado a Roma como embajador. Pero don Juan no logró alcanzar el poder, pues fue nombrado Vicario General de la Corona de Aragón, por lo que residiría en Zaragoza hasta 1677. No obstante, por su iniciativa se estableció la Junta de Alivios de marzo a julio de 1669, al objeto de introducir medidas reformistas que solicitaban las ciudades y los arbitristas, para reducir los millones o detener la inflación consolidando la moneda. De todo ello sólo prosperó la condonación de la deuda de los donativos no pagados a la Hacienda desde 1626 a 1658, así como reducir en un tercio el repartimiento de 8.000 soldados, rebajar los intereses de los censos, disminuir las sisas reales y municipales, y prohibir las ventas de bienes comunales y las roturaciones de baldíos y propios.
Valenzuela, nuevo hombre fuerte
El puesto de valido fue pronto ocupado por un personaje de origen humilde, don Fernando de Valenzuela, quien a raíz de su matrimonio con una camarera de Mariana de Austria se introdujo en la corte, y llegó a ser palafrenero de la reina. Era conocido como el duende de palacio. Junto a Valenzuela, que fue nombrado caballero de Santiago en 1671, Consejero de Indias en 1674 y el título de marqués de Villasierra en 1676, otros servidores de la reina se vieron favorecidos por las mercedes regias. Mantuvo una política populista de control de precios, representaciones teatrales y obras públicas, como la reconstrucción de la Plaza Mayor de Madrid, incendiada en 1672.
Carlos II alcanza la mayoría de edad
Al cumplir catorce años, el 6 de noviembre de 1675, alcanzaba la mayoría de edad el rey Carlos. La reina regente consiguió prorrogar el mandato de Valenzuela, quien obtuvo más cargos palaciegos así como la grandeza de España. Tras disolver la Junta de Gobierno en septiembre de 1676, el poder de Valenzuela le permitía intervenir en todos los Consejos en calidad de primer ministro. Esta ascensión, en detrimento de la aristocracia, unida al eterno malestar por los impuestos y la imparable subida de los precios, desencadenó en Castilla reacciones desfavorables. El 15 de diciembre de 1676 la aristocracia protagonizaba un golpe de Estado, en la denominada revuelta de los grandes, y comunicaba su malestar a la reina regente, pidiéndole que echara a Valenzuela y que al tiempo se llamara a Madrid a don Juan José de Austria.
El neoforalismo
Durante el reinado de Carlos II se asiste a un desarrollo del poder político de los reinos y de las oligarquías locales, grupo en el que la corona apoyaba el ejercicio del poder. No se celebraron Cortes salvo en Aragón (1676 y 1684) y en Navarra (1688, 1695), pero ello no impidió una fluidez en las relaciones entre la Junta de Gobierno y los reinos. El fracasado intento unificador de Olivares era seguido ahora por una dejación del poder central en su trayectoria de acabar con los privilegios de los reinos periféricos. Por ello el historiador catalán Narcís Feliu de la Penya llegó a calificar a Carlos II como el mejor rey de España. Ahora bien, debe matizarse esta interpretación, asumida por investigadores como Joan Reglá y Ferrán Soldevila, quienes opinaban que durante este reinado se produjo un avance en la posición política de Aragón, y especialmente de Cataluña en las decisiones de la monarquía. Aunque no se reclamaron por el gobierno central las deudas por los quintos reales, Fernando Sánchez Marcos ha puesto en evidencia el escaso interés en recuperar el Rosellón de manos francesas -que ofrecieron entregarlo a cambio de los Países Bajos-, así como que no se devolvió a Cataluña la autonomía política previa a las medidas de 1652, ni se dieron ventajas comerciales, ni el rey viajó a Barcelona a jurar las constituciones y privilegios catalanes. En los años 1675-76 el reino de Aragón se enfrentó a Madrid por la negativa a convocar Cortes, en las que Carlos II juraría sus fueros. Pero la petición fue atendida, e incluso con Juan José de Austria se estableció una Junta Magna para resolver el problema de la importación de textiles de Francia.
La implicación española
en la guerra franco-holandesa (1671-1673)
La corte parisina presionaba a España ofreciendo canjear Flandes por el Rosellón, la Cerdaña, y parte de la Navarra francesa. Esto resultaba inaceptable para las posiciones de España que, temiéndose un nuevo ataque francés, se alió a Holanda mediante el Convenio de la Haya (17 de diciembre de 1671), en el que se declaraba la supuesta neutralidad española. Inmediatamente se organizó una alianza anglo-francesa (12 de febrero de 1672) Luis XIV declaró la guerra a los Países Bajos en 1672, al objeto de frenar el expansionismo comercial de los holandeses (6 de abril de 1672). Guillermo de Orange y el almirante Ruyter rechazaban con vigor, en tierra y mar, respectivamente, a ingleses y franceses. Pero la presión de los ejércitos de Luis XIV provocó el establecimiento de la alianza de la Haya (30 de agosto de 1673) que agrupaba al Imperio, España, Holanda y Lorena contra Luis XIV. Tras la declaración española de guerra a los franceses (octubre de 1673), 6.000 soldados se unieron a las tropas holandesas. El ejército francés logró tomar Maastricht, pero hubo de abandonar el restante territorio holandés que había conquistado.
La extensión del conflicto (1674-1678)
En 1674 los franceses invadieron el Franco-Condado, y Condé ganó la sangrienta batalla de Senef (11 de agosto) en el Hainaut. 1675 es el año de la intervención sueca en la guerra, como aliada de Francia.
El frente sur, en los Pirineos, también se vio afectado por la ofensiva española en el Rosellón, a las órdenes del general Tuttavila, virrey de Cataluña y duque de San Germán, que derrotó a los franceses junto al Tech (junio de 1674). Sin embargo, en 1675 los franceses reaccionaron, penetraron en el Ampurdán y se apoderaron de Figueras, además de sitiar a Gerona, defendida por el duque de Medina Sidonia y tropas de miquelets. En 1676 el ejército francés al mando del mariscal Noailles invadió el Ampurdán, ocupó de nuevo Figueras y hostigó Gerona. La siguiente campaña, la de 1677, supuso una nueva invasión francesa en el Ampurdán, con una batalla junto al río Orlina, en la que fue derrotado y herido el conde de Monterrey. En 1678 la ofensiva de los ejércitos de Luis XIV consiguió conquistar Puigcerdá (28 de mayo).
La revuelta de Mesina
La carestía de alimento provocó el estallido de la revuelta, a manos del partido Malvazzi. El ambiente estaba caldeado previamente por la intervención de don Luis del Hoyo, gobernador de la ciudad de Mesina, capital de Sicilia, que había intentado recortar los privilegios locales. El sustituto en el gobierno, don Diego de Soria, marqués de Crespano, encarceló a los Malvazzi, favoreciendo a los Merli, pero los primeros se sublevaron y derrotaron a los españoles. Aislados del resto de Sicilia, que seguía fiel al virrey marqués de Bayona, buscaron apoyo en Luis XIV. Desde Madrid se ordenó el traslado de parte del ejército de Cataluña al mando del marqués de Villafranca, nombrado nuevo virrey. Francia envió una flota al cargo del duque de Vivonne, que en agosto de 1675 derrotó a los españoles y se apoderó de varias ciudades y fortificaciones en la costa siciliana. Pero el apoyo francés a los rebeldes sicilianos motivó que España recabara ayuda de su aliada Holanda, que envió una flota que se unió a los barcos españoles, a las órdenes del almirante Ruyter. En 7 enero de 1676 el contraataque hispano-holandés en Strómboli no resolvió el conflicto. La batalla de Agosta (22 de abril) fue claramente favorable a los franceses, y Ruyter resultó herido. Murió poco después. El duque de Vivonne derrotó a la armada hispano-holandesa en una batalla naval el 2 de junio. No obstante, no pudo extender el dominio francés fuera de Mesina, ante la resistencia ofrecida por un nuevo virrey, el cardenal Portocarrero.
La privanza de don Juan José de Austria
Conocedor de que muchas voces reclamaban su candidatura al gobierno del reino, don Juan José de Austria preparaba un ejército para dirigirse a Madrid y acabar con la privanza de Valenzuela, y con la regencia de Mariana de Austria. Llamado por su propio hermanastro, el rey Carlos II, en diciembre de 1676, llegó a la corte el 23 de enero de 1677 al frente de 15.000 hombres armados. Iba flanqueado por 10 Grandes de Castilla, y la aristocracia aragonesa más selecta. Sus intenciones estaban en la esperanza de todos: reformas fiscales, para devolver la riqueza a los vasallos. En agradecimiento al apoyo recibido, Juan José de Austria logró que Carlos II viajara a Zaragoza para jurar como rey ante las Cortes de Aragón, lo que se produjo el primero de mayo de 1677. Los aragoneses reclamaron un puerto en el Mediterráneo y una Compañía General de Aragón para comerciar directamente con América.
Las reformas de don Juan José de Austria
El programa reformista no se hizo esperar: medidas contra la corrupción de los funcionarios. En febrero de 1679 se creó la Junta de Comercio, Moneda y Minas especialmente para revitalizar las deprimidas economía y población castellanas. También se puso en marcha una Junta de Moneda, que planificó la deflación monetaria del vellón, que se llevó a efecto en 1680. Sin embargo el mandato del hijo bastardo de Felipe IV se vio inmerso en circunstancias muy negativas para cualquier intento profundo de cambiar la situación general del país. En 1676 se introdujo la peste desde Cartagena, que se extendió hacia Valencia y Andalucía en los años siguientes. Las malas cosechas de 1677, 1678 y 1679 agravaron la crisis de aquellos años. Tampoco en estos años se produjeron llegadas de la flota americana, lo que obligó a una quiebra que provocó una suspensión parcial de pagos en 1678. Aunque fue celebrada en Madrid, la Paz de Nimega pronto se vio como un fracaso militar y diplomático del que era responsable don Juan José de Austria. Estos problemas le hicieron perder la popularidad que le había ayudado a ser primer ministro, pero todavía lo era cuando falleció a causa de una enfermedad en septiembre de 1679. Concluye un período calificado por el profesor Lynch como breve experimento de caudillismo.
La paz de Nimega
Aprovechando las escasas defensas de los territorios españoles en Flandes, los ejércitos franceses los invadieron en 1677, y ocuparon Valenciennes (marzo) y Cambrai (abril). En enero de 1678 se formaliza una alianza anglo-holandesa que haría cambiar el curso de la guerra. El avance galo conseguía Gante e Ipres (marzo), y se libró una sangrienta batalla en Mons (agosto de 1678). Desde finales de 1677 se negociaba en Nimega el cese de las hostilidades, y se firmó un tratado secreto entre Luis XIV y los Estados Generales de Holanda el 11 de agosto.
El 17 de septiembre de 1678 se firmó el tratado hispano-holandés de la Paz de Nimega. El resultado para España fue la pérdida de todos los territorios marítimos flamencos que habían sido conquistados por los franceses, todo el Artois y el Franco-Condado. No obstante, devolvía Puigcerdá y las restantes conquistas en Cataluña. Vivonne fue obligado a abandonar Mesina, y el virrey conde Santo Stefano impuso una política represiva contra los que se habían rebelado, se ejecutó a los más destacados y se suprimieron los privilegios de la ciudad.
Holanda recuperaba las conquistas francesas, así como los privilegios comerciales con Francia. El emperador también recuperaba alguna de las anexiones francesas, pero Luis XIV continuaba controlando Friburgo y Brisach.
Matrimonio de Carlos II con María Luisa de Orleans
El 19 de noviembre de 1679 se verificó en Quintanapalla, cerca de Burgos, el primer matrimonio de Carlos II con María Luisa de Orleans, sobrina de Luis XIV, que contaba con diecisiete años. La reina madre regresó de Toledo a Madrid, se produjo entonces en el entorno del débil monarca un ambiente de enfrentamiento entre las dos dinastías antagónicas, los Borbones y los Habsburgo. A los pocos meses de haber contraído matrimonio Carlos II se celebró en Madrid el famoso auto de fe (30 de junio de 1680), que recoge con detalle Francisco Rizzi en un minucioso cuadro que es un testimonio gráfico de la manifestación pública de la fe católica.
Los primeros ministros
Tras la muerte del hermanastro de Carlos II se suceden en el poder hombres que no son el resultado de un valimiento, sino del consenso de las distintas fuerzas políticas que estaban representadas en la corte madrileña. En torno al rey se agrupaba un partido encabezado por D. Juan Tomás de la Cerda, octavo duque de Medinaceli, presidente del Consejo de Indias. La reina madre María de Austria aglutinaba otro partido, liderado por el condestable de Castilla. Tras la renuncia de éste, el 22 de febrero de 1680 se nombró primer ministro al duque de Medinaceli. Sin afanes personalistas, Medinaceli deseaba rescatar al país de la crisis económica en que estaba sumido. Contaba con la asistencia de experimentados hombres de la administración, como Carlos de Herrera, a quien se nombró presidente del Consejo de Hacienda, o José de Veitia, secretario de Despacho Universal. Se apoyó en diversas juntas, como la Junta Magna, dedicada a temas económicos.
La reforma monetaria de
1680
Mientras las monedas de metales preciosos (plata y oro) habían mantenido su valor a lo largo del siglo XVII, la moneda de vellón había sido sometida a múltiples operaciones de devaluación-revalorización cuya consecuencia era el caos monetario en el interior de Castilla. El Consejo de Hacienda (10 de febrero de 1680) determinó poner una solución devaluando la moneda de cobre a una cuarta parte de su valor facial, a la vez que se legalizaba todo el vellón, incluso el falso, pero reducido a un octavo de su valor. El premio de la plata, que había alcanzado el 275%, fue reducido al 50%, conforme a la ley de 1641. Se dieron facilidades para pagar impuestos pendientes entre 1674 y 1677 con las monedas conforme al valor antiguo, en un plazo de 60 días, y todas las deudas anteriores fueron condonadas. Puesto en marcha el proceso y transcurrido dicho plazo (el 22 de mayo de 1680), las monedas antiguas dejaban de ser legales. Posteriormente (14 de octubre de 1686) se realizaron nuevas medidas para devaluar la moneda de plata en una quinta parte, así como para incrementar el precio del oro en 6,66 por ciento.
Las repercusiones sobre la economía a corto plazo de tales medidas fueron terribles, pues se paralizó la actividad al no poder circular el dinero, y muchos de los comerciantes y financieros perdieron la mitad de sus haciendas. A largo plazo se consiguió estabilizar el valor de las monedas, lo que generó confianza en los negocios y en las inversiones externas que tuvieran como destino a Castilla, preparando el terreno al desarrollo futuro.
Medinaceli también promovió a finales de 1682 una reforma en la administración de las alcabalas, unos por ciento y servicio de millones. Aunque se rebajó la contribución, este sistema suponía una pérdida de control en el cobro de impuestos por las oligarquías locales, en favor de los superintendentes provinciales, que dependían de la Junta de Encabezamientos.
La política de reunión francesa
El expansionismo de Luis XIV apoyado en su poderoso ejército no parecía tener freno, pues los hechos consumados se intentaban justificar en la denominada política de reunión. Entre 1681 y 1683 ocuparon militarmente la fortaleza de Casale, la ciudad libre de Estrasburgo, así como algunas de las pocas plazas que iban quedando bajo control español en los Países Bajos. Se estableció entonces la alianza contra Francia firmada entre Holanda y Suecia, pero a la que se adhirieron el emperador y España. En el verano de 1683 los franceses invadieron Luxemburgo y asediaron su fortaleza. Poco más tarde invadieron nuevamente Flandes y Cataluña. La flota francesa bombardeó Génova, la permanente aliada de España. En 1684 se rindió Luxemburgo, que fue entregado a Luis XIV en las conversaciones de paz concluidas en el Tratado de Ratisbona (15 de agosto de 1684).
El conde de Oropesa
sucede a Medinaceli
Desde junio de 1684 Medinaceli compartía el gobierno con Manuel Joaquín Álvarez de Toledo, conde de Oropesa, nombrado presidente del Consejo de Castilla, cargo reservado al primer ministro. La dimisión de Medinaceli en abril de 1685 elevó a Oropesa a la edad de 35 años al máximo puesto ejecutivo. Contaba con colaboradores de altura, como el diplomático Manuel Francisco de Lira, secretario del Despacho. Se puso en marcha un proceso de reforma fiscal, administrativa y eclesiástica, tomando ejemplos de la administración francesa. Se creó la Superintendencia de Hacienda, para la que se nombró en el cargo al marqués de los Vélez (1687), con el fin de poner en marcha una política colbertista. También se suprimieron algunas contribuciones en beneficio de la población y se impuso un sistema de presupuesto para los elevados gastos de la casa real. La recuperación de la industria se fomentó con bonificaciones fiscales a los empresarios, para evitar la asfixiante entrada de productos extranjeros que ahogaba a la producción interna. Se intervino también para frenar el aumento de eclesiásticos y de establecimientos religiosos, así como para reducir los privilegios y poder de la Inquisición.
El partido austriaco
triunfa en Madrid
El fallecimiento sin descendencia de la reina María Luisa de Orleans (12 de febrero de 1689), dio paso al influjo de la dinastía Habsburgo sobre Carlos II. Tras pactar las capitulaciones (julio de 1689) contrajo su segundo matrimonio con María Ana de Neoburgo, cuyas capitulaciones (julio de 1689) dieron paso a la boda en Valladolid (3 de mayo de 1690). La novia era hermana del emperador Leopoldo e hija de Felipe Guillermo, duque de Baviera-Neoburgo, elector del Palatinado. En poco tiempo encabezó la nueva reina un grupo de oposición a Oropesa, que se vio forzado a abandonar el poder en junio de 1691, ante la presión ejercida por Mariana de Neoburgo en la moldeable voluntad del rey, y se convirtió de hecho en el principal ministro de Carlos II.
Revueltas en Cataluña y Valencia: los barretines y la segunda Germanía
La presión fiscal y las exigencias de donativos para la guerra contra Francia, además de la intervención de agentes de Luis XIV, hicieron estallar la revuelta en 1689 entre los campesinos de Vilafranca del Penedès y la Plana de Vic, quienes se dirigieron hacia Barcelona. Tras diversas escaramuzas, los barretines fueron derrotados por el virrey con apoyo de los Consellers de la Ciudad Condal.
El pago de los impuestos señoriales originaba malestar en el campesinado valenciano, que se levantó inspirado por las oligarquías y clero locales. Los primeros motines de la Segunda Germanía se iniciaron en Vilallonga en julio de 1693. Pese a la derrota de los agermanados, la conflictividad continuó en el ducado de Gandía hasta fines de 1693, cuando se capturó y condenó a muerte a uno de los principales cabecillas de la revuelta.
La última década del
siglo XVII: los partidos francés y austriaco
Oropesa no fue sustituido por un nuevo primer ministro, sino que los partidarios de la sucesión francesa o austriaca se agrupaban en torno a instituciones determinadas. Ello producía una gran descoordinación entre los Consejos y el entorno de la reina Mariana, que se apoyaba en su secretario Xavier Weiser, la condesa Von Berlepsch, el conde de Baños, don Pedro de la Cerda y el secretario del Despacho, Juan de Ángulo. Hacia 1694 el partido contrario controlaba el Consejo de Estado, en el que se integraban el cardenal Portocarrero y el duque de Montalto. En diciembre de dicho año, el Consejo de Estado, retomando una propuesta del Consejo de Castilla, propuso expulsar a los consejeros alemanes de la reina, por su perniciosa influencia. Sin embargo, salvo Weiser que marchó a Italia, los demás siguieron en sus puestos. En el relevo de la dirección del partido alemán continuó el almirante de Castilla, que actuó como primer ministro sin título en 1695. Con la intervención del secretario del Despacho Manuel Arias, se estableció la Junta Magna, formada por el duque de Montalto, que era teniente general de Castilla la Nueva y Aragón; el condestable lo era de Castilla la Vieja; Andalucía y Canarias eran controladas por el Almirante.
Crisis en la Hacienda real
La penuria de la Hacienda real continuó desde 1690, incrementada por los gastos de los funerales de la reina María Luisa, la boda de Carlos II con Mariana de Neoburgo, además de la escasa plata que aportaron las flotas americanas. La guerra de los Nueve Años exigía nuevos desembolsos. Por ello se vendieron señoríos y títulos, al tiempo que se tomaban préstamos sobre las consignaciones privadas del comercio con América. La Junta de Medios de agosto de 1692 sugirió para 1693 la supresión de todas las mercedes regias, además de una reducción de una tercera parte de todos los empleados de la corona y un donativo a la nobleza. Pero estas medidas no impidieron la suspensión parcial de pagos en 1693, seguidas de otras disposiciones en la dirección de ahorrar dinero para dedicarlo al mantenimiento del ejército. Por otro lado, nuevos asentistas, como Francisco Báez Eminente, adelantaban dinero, aunque posteriormente no hubiera de dónde sacar para reintegrarlo.
La liga de Ausgburgo: la
guerra de los Nueve Años
El emperador aglutina muchas de las voluntades de los príncipes alemanes ante el temor de los ejércitos de Luis XIV, y establece en 1686 la Liga de Ausgburgo, con la adhesión de Suecia y España. En 1688 el rey francés declaró la guerra a la Liga, con motivo del nombramiento de un candidato imperial como arzobispado de Colonia, frente a las aspiraciones francesas de colocar a un partidario. Inglaterra, con un nuevo monarca en la figura de Guillermo de Orange, se adhiere, poco antes de que lo hiciera España en 1690, a la Liga de Augsburgo. Francia declaró la guerra a las Provincias Unidas e invadió Flandes, Cataluña e Italia. En 1692 los franceses consiguen rendir Namur (3 de agosto), y en 1693 los aliados son derrotados en Neerwinden por Luis XIV, cuyas fuerzas conquistan Rosas (28-29 de junio) y vencen en la batalla naval del cabo de San Vicente (29 de julio). Gerona cae en mayo de 1694. La Paz de Turín (13 de septiembre de 1696), tratado secreto con Saboya, facilitó a los franceses el acceso al Milanesado, que no puede resistir el avance de los invasores. En 1697 desde París se negociaba con Guillermo de Orange, pero a la vez los franceses atacaban en todos los frentes posibles, americanos y europeos: amenazan a Boston, saquean Cartagena de Indias, bombardean Barcelona, que acaba rindiéndose (septiembre-octubre de 1697).
La hechicería política
de Carlos II
Mientras el partido francés se refuerza, el austriaco se dividió. Por una parte estaba la reina Mariana, que apoyaba la sucesión al trono español de su sobrino el archiduque Carlos de Austria. Pero, al nacer el príncipe José Fernando de Baviera, que era nieto de la reina madre Mariana de Austria, ésta defendió sus derechos como sucesor de la corona hasta su muerte (16 de mayo de 1696). La defensa de este pretendiente fue encabezada después por Oropesa, que había regresado en 1698 como presidente del Consejo de Castilla, y se convenció a Carlos II para nombrarlo sucesor en su testamento (noviembre de 1698).
La carencia de sucesión en sus dos matrimonios, unido a sus padecimientos físicos y depresiones, hicieron suponer al propio rey Carlos que estaba poseído por espíritus malignos, y así lo confesó al inquisidor general fray Juan Tomás de Rocaberti (enero de 1698). El inquisidor, junto con el nuevo confesor real el dominico fray Froilán Díaz, trajeron a la corte a un famoso exorcista, fray Antonio Álvarez de Argüelles, vicario de una convento de monjas en Tineo (Asturias), cuyas monjas habían revelado que Valenzuela y la reina madre habían administrado un conjuro sobre el rey. La corte vienesa dio crédito a esta historia, y se envió desde Austria al dominico fray Mauro Tena, que tenía gran prestigio como sanador de endemoniados. En los exorcismos aplicados al apocado monarca, sus gritos y voz estridente provocaron el pavor y la desmoralización del desdichado Carlos. Consiguiendo que la Inquisición procesara a fray Froilán Díaz, la reina Mariana puso fin al episodio, pues suponía que el objetivo era inclinar la decisión real respecto a su sucesor en el trono.
La Paz de Ryswick
La contienda de los Nueve Años, franco-holandesa inicialmente, pero general en su desarrollo, finaliza con la paz firmada en Ryswick (21 de septiembre de 1697), castillo cercano a La Haya. Francia cede amplias posiciones al emperador, pero conserva Estrasburgo y algunas plazas en Lorena, devuelve sus posiciones en Cataluña y el Milanesado así como las conquistas obtenidas desde 1678. Pero esta paz no es sino una preparación de un conflicto mucho más general poco tiempo después, con motivo de la sucesión en el trono español. Luis XIV y el emperador Leopoldo I pactan el reparto de los despojos españoles a la muerte del heredero de Carlos II, para el príncipe José Fernando de Baviera. Cada una de ambas potencias por su parte, intentaban reforzar posiciones: Francia, aliándose con Inglaterra en tratados secretos de 1698 y 1699; el emperador, consolida la frontera por el norte, nombrando al elector de Brandembrugo rey de Prusia en 1700.
Presiones sobre el
testamento de Carlos II
El fallecimiento de José Fernando (8 de febrero de 1699) desbarató el proyecto de la sucesión bávara, y Oropesa se adhirió al partido austriaco del archiduque. En Madrid la presión de los embajadores en la aristocracia cortesana logra imponer el partido francés con apoyo del cardenal Portocarrero. En un clima de malestar por la subida de precios tras malas cosechas, se produce el motín de los Gatos, algarada popular que provocó la caída de Oropesa, el exilio del almirante de Castilla, y la pérdida de influencia del partido austracista. El 2 de octubre de 1700 Carlos II firmó un testamento en el que transmitía todos los dominios de la monarquía al nieto de Luis XIV, el duque de Anjou, siempre que renunciara a sus derechos a la corona de Francia. Quedaba así allanado el camino para la entrada en España de un miembro de la dinastía que más agresivamente se había opuesto a los intereses de los Habsburgo durante los dos siglos precedentes. La lista de suplentes en la sucesión al trono español (el duque de Berry; el Archiduque Carlos, hijo del emperador Leopoldo; el duque de Saboya), dejaba suficientes excusas como para iniciar un conflicto armado. El desdichado monarca falleció el primero de noviembre de 1700.
El
fin del dominio Habsburgo durante el siglo XVII: la Guerra de los Treinta Años
Tras la muerte de Felipe II (1598), la subida al trono hispano de Felipe III aseguró la implantación de la dinastía Habsburgo en España, aunque los problemas internos de su reino, sumido en una profunda crisis económica por el coste del sueño imperial de Carlos V y la lucha contra las Provincias Unidas (que se habían declarado independientes en 1581) fueron dos de los factores que contribuyeron a desestabilizar la hegemónica posición de la casa de Austria en el continente. La unión de Inglaterra y Escocia en la persona de Jaime I (1603-1625) y la instauración del luterano Carlos IX en el trono sueco provocaron un nuevo desequilibrio religioso en el norte de Europa. Las arbitrariedades mostradas por los emperadores alemanes, en especial por el todavía rey de Bohemia Fernando, y los intentos por controlar el comercio de los reyes daneses (en especial Cristian IV) fueron las razones sobre las que, aclamando de nuevo al conflicto religioso, todos los Estados europeos se lanzaron a una guerra fratricida: la Guerra de los Treinta Años. La excepción a dicha intervención fue Inglaterra, demasiado ocupada en su propia crisis interna que le llevó, incluso, a la ejecución del rey Carlos I (1649) y la instauración de la República puritana (1649-1660), dirigida por Oliver Cromwell. Los problemas religiosos aún no habían terminado, como se observa en el caso inglés.
La subida al trono francés de Luis XIII (1610) y, sobre todo, la actuación sigilosa, intrigante e inteligente de su primer ministro, el poderoso cardenal Richelieu, acabó con la hegemonía de los Habsburgo en el continente, pese a que la pugna con el monarca español Felipe IV y su valido, el conde-duque Olivares de se extendió más allá de la vida de sus protagonistas. Aunque de manera oficial la pugna europea finalizó con los tratados de Westfalia (1648), la guerra entre Francia y España se alargó hasta la firma de la paz de los Pirineos (1659), último coletazo del conflicto mediante el cual Francia, la Francia del Rey Sol, Luis XIV, y del cardenal Mazzarino, se aseguró el dominio del continente. La hegemonía europea, a nivel político, económico y cultural, cruzó los Pirineos. La influencia francesa se completó cuando el nieto de Luis XIV, Felipe de Anjou, fue proclamado rey de España en 1700 haciendo valer sus derechos sucesorios al trono. La Revolución Gloriosa en Inglaterra (1688), la independencia de los Países Bajos (1648) y el auge de la dinastía Romanov en Rusia, en la persona del zar Pedro I el Grande (1689-1725), contribuyeron a cambiar el mapa político de Europa. Únicamente el conflicto entre Polonia y Suecia (1660-1670) oscurecía el panorama de la luz dieciochesca que vendría a continuación.