Una tarde de junio, Santi y sus amigos toman por asalto el cascarón vacío del antiguo Colegio San Cipriano. Allí dentro, en la sala que años atrás albergaba la biblioteca, Santi encuentra una abundante colección de libros abandonados, pero se ve obligado a huir del edificio sin haber llegado siquiera a tocarlos. Desde entonces apropiarse de ellos se convierte en una auténtica obsesión que le llevará a protagonizar toda una serie de peripecias en solitario plagadas de libros, intrigas, descubrimientos y terribles (o no tan terribles) piratas de secano, en una aventura que rinde homenaje al clásico de Robert Louis Stevenson La isla del tesoro y que pretende ser, de principio a fin, una permanente invitación a la lectura.
Habría que empezar celebrando que Juan Ramón Santos haya vuelto a las «palabras mayores». No voy a decir que se haya alejado nunca de ellas (quienes le conocen y le frecuentan saben que su dedicación es amplia e infatigable) ni que sus «palabras menores» sean inferiores en nivel y exigencia. Siempre he defendido que JRS es dueño de varios registros literarios y de diferentes medidas y unidades, que se mueve con la misma soltura en las amplificaciones de la prosa que en los aforismos de la narrativa. Sus relatos, o cortometrajes, nos alegran con sus ráfagas, con sus fogonazos, y Cicerone, del que hablamos aquí no hace tanto, es un ejercicio de poesía madura y, como dije, de certera métrica de la ciudad. Pero los perezosos, que en cuanto perezosos somos lectores ávidos de tramas más extensas, porque preferimos la inercia al esfuerzo de tener que estar empezando a cada instante un nuevo texto, agradecemos los libros que nos permiten zambullirnos en ellos durante largo tiempo y que proponen además un soporte sólido para la memoria, esto es, que a los perezosos nos gustan las novelas y como disfrutamos mucho con Biblia apócrifa de Aracia llevábamos esperando desde 2010 las siguientes «palabras mayores» de JRS. Pues bien, aquí están ya (El tesoro de la isla, de la luna libros, 2015) y podemos decir que contienen una trama amena: un narrador, Santiago Alcón, evocando al cabo de los años el último verano de su adolescencia, aquel en que de participar en expediciones de riesgo con sus amigos (aventurarse en colegios cerrados y ruinosos) pasó a ingresar en la lectura y en la comprensión literaria de la mano de un enigmático personaje, Juan Plata, que había hecho morada en uno de esos colegios en peligro de derrumbe y trance de demolición.
En el tiempo de la historia el narrador es un muchacho de trece años que se llama Santiago Alcón, como he dicho, y su compañero de reparto es Juan Plata, un individuo pintoresco, culto y esquivo, de estirpe literaria y aventurera, un «pirata de secano» que lleva en el brazo un tatuaje con la palabra «Yoknapatawpha» (una carta de presentación irreprochable, pág. 76), que ante contratiempos administrativos responde «Preferiría no hacerlo» (pág. 176) y que algo, no obstante, debe de saber de derecho de la propiedad dado que utiliza ante el muchacho la palabra «usucapión». Pues bien, este mismo Juan Plata nos aclara en la página 102 el juego de correspondencias: «Tú no eres un halcón, muchacho», dice, «tú eres un halconzuelo. Nada de halcón: halconzuelo. Hawks: Hawkins. Santi Alcón: Jim Hawkins. Juan Plata: John Silver. Yo: John Silver. Tú: Jim Hawkins. […] Es como si los dos nos hubiésemos escapado de un libro: un valiente muchacho y un viejo pirata recién salidos de La isla del tesoro. […] Grumete, a partir de ahora te llamarás Jim. […] A partir de ahora tú y sólo tú podrás llamarme el Largo». Los paralelismos, pues, son evidentes y deliberados: isla, tesoro y personajes. Sin embargo, esto es sólo apariencia, envoltorio afortunado, los ingredientes que permiten el juego intertextual de la escritura.
Todo esto (la novela de Stevenson, la Isla y la ciudad, sea cual sea la ciudad) es, como digo, el apoyo del centro de la historia, que no es otro (al fin y al cabo es una novela de iniciación, de aprendizaje) que el paso de la lectura adolescente a la lectura adulta, el paso de la sección infantil en la que la bibliotecaria tiene confinado al narrador a la sección adulta de la literatura universal, o si se prefiere el paso de la vida sensorial al placer intelectual. Mientras leía, he recordado a este propósito el ensayo de T. S. Eliot, «Sobre el desarrollo del gusto en materia de poesía», los tres estadios a que el autor de La tierra baldía se refiere, infancia, adolescencia y madurez: «Conjeturo», escribe, «que la mayor parte de los niños, hasta los doce o catorce años, son capaces de cierto goce poético y que, alrededor de la pubertad, la mayor parte no sienten más curiosidad por ella, mientras que un pequeño número se ve poseído por un ansia de poesía que es radicalmente distinta de todo goce anterior». Si sustituimos «poesía» por «literatura» en general, o por «lectura», podemos decir que es precisamente en ese punto de ansia «radicalmente distinta» en el que se sitúa Santiago Alcón, en el trance en que se separa de los hábitos comunes y corrientes de la adolescencia y de sus amigos de aventuras para explorar los caminos de otros placeres y otras satisfacciones.
Muchos son, en efecto, los libros que se mencionan en El tesoro de la isla y no quiero exponer aquí el catálogo completo, aunque no puedo dejar de mencionar Moby Dick, que tiene triple presencia (en inglés, en castellano y en cine), y que no es representación del mal absoluto, sino de la apertura de horizontes geográficos, culturales y lingüísticos. Pero algo sí quiero apuntar. A mí me gusta la crítica literaria entusiasta y contagiosa, esto es, aquella que no sólo me permite comprender mejor la obra que critica, sino que me provoca unos enormes deseos de leerla. Y en lo que a esto se refiere confieso que me han dado ganas de releer todos los libros que lee el adolescente Santi Alcón (o casi todos, que algunos son voluminosos). Entre otras cosas, creo, porque las lecturas que hace el muchacho se acomodan a su vida, configuran el paisaje de su experiencia, se proyectan sobre su entorno y circunstancias. Pongo un solo ejemplo. Sobre Mersault, El extranjero, de Camus, escribe el narrador: «Al mismo tiempo, esa apatía, esa radical pasividad del personaje, despertaba en mí un poderoso instinto de rebeldía contra la enfermedad de mi padre, contra la vida arrastrada de mis progenitores, contra el tufo a desesperanza que emanaba de mi pequeño mundo de calles estrechas, concéntricas, dejadas de la mano de Dios, olvidadas por la ciudad y pobladas de seres sin futuros» (pág. 124).